Cuentos Cortinas
sábado, 27 de mayo de 2017
"Cabezas contra el asfalto" - Samanta Schweblin
Si golpeás mucho la cabeza de alguien contra el asfalto -aunque sea para hacerlo entrar en razón-, es probable que termines lastimándolo. Esto es algo que mi madre me explicó desde el principio, el día que golpeé la cabeza de Fredo contra el piso del patio del colegio. Yo no era violento, quiero aclarar esto. Sólo hablaba si era estrictamente necesario, no tenía amigos ni enemigos, y lo único que hacía en los recreos era esperar solo en el aula, alejado del ruido del patio, hasta que la clase volviera a empezar. Esperaba dibujando. Eso apuraba el tiempo y me apartaba del mundo. Dibujaba cajas cerradas y peces con forma de rompecabezas que encajaban entre sí. Fredo era el capitán del equipo de fútbol y hacía con los demás lo que quería. Como esa vez que a Cecilia se le había muerto el tío y le hizo creer que había sido él. Eso no está bien, pero yo no me meto en problemas ajenos. Un día, durante un recreo, Fredo entró en el aula, me sacó el dibujo en el que estaba trabajando y se fue corriendo. Lo corrí hasta el patio. El dibujo eran dos peces rompecabezas, cada uno con una caja, y ambas cajas dentro de otra caja. Saqué eso de cajas dentro de cajas de un pintor que le gustaba a mamá, y todas las maestras estaban encantadas y decían que era un recurso muy poético. En el patio Fredo cortaba el dibujo por la mitad, y las mitades en mitades y así, mientras su grupo lo rodeaba y se reía. Cuando ya no pudo cortar pedazos más chicos tiró todo por el aire. Lo primero que sentí fue tristeza. No es un decir, siempre pienso en cómo siento las cosas en el momento en que me pasan, y quizá sea eso lo que me haga más lento, o más distraído que el resto. Después mi cuerpo se endureció, cerré los puños y sentí cómo la temperatura subía. Me tiré sobre Fredo al piso, lo agarré de los pelos y empecé a darle la cabeza contra el suelo. La maestra gritó y un profesor vino a separarnos. Pero no pasó gran cosa después de eso. Mi mamá me dijo esa tarde que podría haberle hecho mucho daño a Fredo y eso fue todo.
En el secundario volví a hacerlo. Yo seguía dibujando, y nadie tocaba mis dibujos porque sabían que yo creía en el bien y el mal, y me molestaba todo lo relacionado con lo segundo. Al fin y al cabo, la pelea con Fredo me había dado en el grupo un aire de respeto, y ya no se metían conmigo. Pero ese año un chico nuevo que se creía muy vivo se enteró de que Cecilia se había indispuesto por primera vez el día anterior. Y aprovechando que yo ya no siempre me quedaba en el aula, le llenó la cartuchera de témpera roja. Cuando Cecilia buscó un lápiz se le mancharon los dedos y la ropa. Y el chico, parado sobre su banco, empezó a gritar que Cecilia ya era una puta, que Cecilia era una puta como todas. Ella no me gustaba, pero al chico le di la cabeza contra el piso hasta que le empezó a sangrar. El profesor tuvo que pedir ayuda para separarnos. Mientras nos sostenían para que no volviéramos a agarrarnos le pregunté si ahora el cerebro no le drenaba mejor. Me pareció una frase genial, pero nadie se rió. Me llenaron el boletín de amonestaciones y me suspendieron por dos días. Mamá también estaba enojada conmigo, pero la oí decir por teléfono que su hijo no estaba acostumbrado a la intolerancia, y que todo lo que yo había querido hacer era proteger a esa pobre chica.
Desde entonces Cecilia hacía todo lo posible por ser mi amiga. Me fastidiaba terriblemente. Se sentaba lo más cerca que podía, y se daba vuelta a cada rato para mirarme. A veces sonreía o me saludaba con la mano. Me escribía cartas sobre la amistad y el amor y las escondía entre mis cosas. Yo seguía dibujando. Mi mamá me había anotado en el taller de dibujo y pintura del colegio, que era todos los viernes. La profesora nos mandaba comprar hojas A3, casi el cuádruple de grandes que las que yo usaba. También témperas y pinceladas. La profesora mostraba a la clase mis trabajos para explicar por qué yo era genial, cómo lo lograba, y qué es lo que quería comunicar con cada pincelada. En el taller aprendí a hacer todas las extremidades de rompecabezas en 3D, a pintar fondos esfuminados que, contra el realismo de un horizonte, dan idea de abstracción, y a pasarle spray a los mejores trabajos para que se conservaran bien y no perdieran la intensidad de los colores.
Lo más importante para mí era pintar. Había otras cosas que me gustaban, como mirar televisión, no hacer nada y dormir. Pero pintar era lo mejor. En tercer año se organizó un concurso de pintura para exponer en el hall. El jurado eran la profesora de dibujo, la directora y su secretaria. Las tres eligieron por unanimidad mi obra más representativa y colgaron el cuadro en el hall de entrada del colegio. Entonces Cecilia empezó a decir que yo estaba enamorado de ella, desde siempre. Que ella era el pez rojo y yo el azul. Que las fichas de rompecabezas de un pez encastraban en el otro porque éramos así, el uno para el otro. Durante un recreo descubrí que en el cuadro, colgado en el hall, alguien había escrito nuestros nombres sobre cada pez. Volví al aula y encontré en el pizarrón un corazón gigante atravesado por una flecha con nuestros dos nombres. Era la misma letra que la del cuadro. Nadie se animó a reírse, pero todos lo habían visto y se miraban entre sí. Cecilia me sonrió, colorada, y siguió dibujando algún otro estúpido corazón en su cuaderno. Sentí que tenía ganas de golpearla, lo sentí otra vez, como cuando pasó lo de Fredo y lo del chico de segundo. Me di cuenta de que antes de la furia podía ver la imagen de la cabeza golpeándose el cuero cabelludo estrellarse una y otra vez contra las irregularidades del piso, la cabeza perforada, la sangre espesando los pelos. Sentí mi cuerpo abalanzarse sobre ella, y un segundo después, contenerse. Fue como una iluminación, y entonces supe exactamente qué hacer. Corrí hasta el taller de dibujo y pintura que estaba en el segundo piso, algunos chicos me siguieron -Cecilia entre ellos-, abrí la puerta, saqué de los armarios las hojas y las témperas, y lo dibujé. Un primerísimo primer plano. Apenas el ojo espantado de Cecilia, su frente con granos transpirados, el piso áspero debajo, los dedos fuertes de mi mano enredados en sus pelos, y después, puro, el rojo, manchándolo todo.
Si me preguntan qué aprendí en el colegio, sólo puedo responder que a pintar. Todo lo demás, vino como se fue, no queda nada. Tampoco estudié después del secundario. Pinto cuadros de cabezas golpeando contra el piso, y la gente me paga fortunas. Vivo en un loft en el micro centro. Arriba tengo el cuarto y el baño, abajo la cocina y todo el resto es estudio. Algunos ricos me piden retratos de sus propias cabezas. Les gustan los lienzos gigantes y cuadrados, los hago de hasta dos metros por dos metros. Me pagan lo que pida. Veo después los cuadros colgados en sus livings enormes y me impresiona lo buenos que son. Creo que esos tipos se merecen verse a sí mismos estampados contra el piso por mi mano, y ellos parecen muy conformes cuando se paran frente a los cuadros y asisten en silencio.
No me gusta tener novias. Salí con algunas chicas pero nunca funcionó. Tarde o temprano empiezan a reclamarme más tiempo o a pedirme que diga cosas que en realidad no siento. Una vez probé decir lo que sentía y fue peor. Otra vez, una con la que había salido como seis veces y ya decía que era mi novia, se volvió completamente loca sin que yo dijera nada. Decidió que yo no la amaba, que nunca iba a amarla, me obligó a agarrarla de los pelos y empezó a darse sola la cabeza contra la pared, mientras gritaba como una fiera en celo quiero que me mates, quiero que me mates. Pienso que relaciones así no son sanas. Mi representante, que es el tipo que se encarga de poner mis cuadros en las galerías y decidir qué precio tiene cada cosa que hago, dice que el tema de las mujeres no me conviene. Dice que la energía masculina es superior, porque no se dispersa y es monotemática. Monotemática es que sólo piensa en una cosa, pero nunca dice en cuál. Dice que las mujeres son buenas al principio, cuando están bien buenas, y buenas al final, que vio morir a su padre en brazos de su madre, y quiere morirse de la misma manera. Pero todo lo que está en el medio es un infierno. Dice que ahora tengo que concentrarme en lo que yo sé hacer. Es calvo y gordo, y no importa lo que pase, siempre está aspirando con la nariz. Se llama Aníbal y antes fue pintor, pero nunca quiere hablar de eso. Como vivo encerrado, y él mismo persuade a mi mamá de que no me moleste, suele pasar al mediodía a dejarme comida y darle un vistazo a lo que estoy trabajando. Se para frente a los cuadros, con los pulgares colgando de los bolsillos delanteros de los jeans, y dice siempre las mismas cosas: más rojo, necesita más rojo. O: más grande tengo que verlo desde la otra esquina. Y casi siempre, antes de irse: Sos un genio. Un-ge-nio. Esa es una de las cosas que repite dos veces. Cuando no me siento bien, porque estoy triste o cansado, me miro en el espejo del baño, cuelgo los pulgares de mis jeans y me digo: sos un genio, un-ge-nio. A veces funciona.
Siempre tuve un terrible agujero entre las dos últimas muelas derechas, en el maxilar superior, y hace un tiempo empezó a metérseme ahí cualquier cosa que comiera. Me agarré una caries insoportable. Aníbal dijo que no podía ir a cualquier dentista, porque después de las mujeres, los dentistas eran lo peor. Trajo una tarjeta y dijo: es coreano, pero es bueno. Me pidió una cita para esa misma tarde. John Sohn parecía joven, pensé que podría tener mi edad, aunque calcularle la edad a los coreanos es algo difícil. Me puso algo de anestesia, perforó dos dientes y tapó con pasta lo agujeros que había hecho. Todo con una sonrisa y sin hacerme doler en ningún momento. Me cayó bien, así que le conté que pintaba cabezas contra el asfalto. John Sohn hizo un momento de silencio, que resultó ser como un momento de iluminación y dijo es justo lo que estoy buscando. Me invitó a cenar a uno de esos restaurantes coreanos de verdad. Quiero decir, no de los turísticos, sino de esos en los que se entra por una pequeña puerta en la que aparentemente no hay nada, y dentro hay un tremendo mundo coreano. Mesas grandes y redondas, aunque sólo se sienten dos personas, el menú en coreano, todos los mozos coreanos y todos los clientes coreanos. John Sohn eligió para mí un plato tradicional y le dio al mozo instrucciones precisas acerca de cómo prepararlo. John Sohn necesitaba a alguien que pintara un cuadro gigante en su sala de espera. Dijo que lo importante era el diente, y me pareció un propuesta interesante. Quería hacer un trato: yo pintaba el cuadro y él me arreglaba todos los dientes. Me explicó por qué quería el cuadro, cómo repercutiría eso sobre los clientes y el valor publicitario en su cultura. Le encantaba hablar, hablaba todo el tiempo, y a mí me encantaba escucharlo. Cuando terminamos de comer, John Sohn me presentó a unos coreanos de la mesa de al lado y tomamos el café con ellos. No pude entender nada de lo que se conversó, pero ese rato de descanso me ayudó a darme cuenta de que yo era muy feliz, porque era amigo de mi dentista, y tener amigos está muy bien.
Trabajé sobre el cuadro de John muchos días, hasta que una mañana desperté en el sillón del estudio, miré la tela y sentí un profundo agradecimiento. Su amistad me había dado mi mejor cuadro. Lo llamé al consultorio y John se puso muy feliz, lo sé porque cuando algo lo entusiasmaba hablaba muy rápido, y a veces en coreano. Dijo que vendría a almorzar. Era la primera vez que mi amigo venía a visitarme. Ordené un poco los cuadros, cuidando de dejar a la vista los mejores. Subí al cuarto la ropa tirada y llevé a la cocina los vasos y los platos sucios. Saqué comida de la heladera y la preparé en una bandeja. Cuando John llegó, miró hacia todos lados, buscando el cuadro, pero todavía no era el momento, y él lo respetó porque los coreanos saben mucho del respeto, o al menos eso es lo que él siempre decía. Nos sentamos a almorzar. Le pregunté si quería sal, si prefería algo caliente, si le servía más gaseosa. Pero todo estaba bien para él. Pensé que podría venir alguna noche para ver películas o charlar de cualquier cosa, podíamos sacar una foto para poner en algún sitio, como hace la gente con sus familiares. Pero no dije nada todavía. John comía y hablaba. Lo hacía todo a la vez, y a mí no me molestaba porque eso es tener intimidad, es cosa de amigos. No sé cómo empezó ese tema, pero hablaba de los niños coreanos y la educación en su país. Los niños entran a la escuela a las seis de la mañana y salen a las doce del día siguiente, es decir que pasan casi un día y medio en la escuela y sólo les quedan libres cinco horas, que utilizan para regresar a sus casas, dormir un poco, y volver. Dijo que cosas como esas son las que diferencian a los coreanos del resto del mundo, las que los distingue de los demás. No me gustó, pero a uno no puede gustarle todo de un amigo, pienso yo. Y pienso que así y todo, a pesar de su comentario, estábamos bien. Le devolví la sonrisa. Quiero que veas el cuadro, le dije. Caminamos hasta el centro de la sala. Dio unos pasos hacia atrás, calculando la distancia necesaria y cuando sentí que era el momento quité la sábana que cubría el cuadro. John tenía manos finas y pequeñas, como de mujer, y siempre estaba moviéndolas para explicar lo que pensaba. Pero sus manos quedaron quietas, colgando de los brazos como muertas. Le pregunté qué pasaba. Dijo que el cuadro tenía que tratarse del diente. Que lo que quería era un cuadro gigante para su sala de espera, el cuadro de un diente. Repitió eso muchas veces. Miramos juntos el cuadro: la cara de un coreano estrellándose contra los azulejos negros y blancos de una sala de espera muy parecida a la de John. No está mi mano estrellando la cabeza, sino que cae sola, y lo primero que da contra el esmalte de los azulejos, lo que recibe todo el peso de la caída, es uno de los dientes del coreano, con una rajadura vertical que, un instante después, terminará por abrirlo al medio. No pude entender qué era lo que no funcionaba para John, el cuadro era perfecto. Y me di cuenta de que yo no estaba dispuesto a cambiar nada. Entonces John dijo que eso era lo que pasaba al fin y al cabo, y empezó otra vez con el tema de la educación coreana. Dijo que los argentinos éramos vagos. Que no nos gustaba trabajar y así estaba nuestro país. Que eso nunca cambiaría, porque éramos como éramos, y se fue.
Me molestó mucho todo lo que dijo John. Porque argentinos son también mi mamá y Aníbal, y ellos trabajan muchísimo, y me molesta la gente que habla sin saber. Pero John era mi amigo. Y yo aprendí a contener mi furia, y me sentí muy orgulloso de eso. Al día siguiente le escribí un mail explicándole que yo podría cambiar lo que fuera que él quisiera del cuadro. Le aclaré que no estaba muy de acuerdo “estéticamente”, pero entendía que quizá él necesitaba algo más publicitario. Esperé un par de días, pero John no contestó. Entonces volví a escribirle, pensé que quizá estaba ofendido por algo, y le expliqué que si era así yo necesitaba saber exactamente por qué, porque si no, no podía disculparme. Pero John tampoco contestó ese mail. Mamá llamó a Aníbal y le explicó que todo esto pasaba porque yo era muy sensible, y todavía no estaba preparado para el fracaso. Pero esto no tenía nada que ver con eso. El séptimo día sin noticias decidí llamar a John al consultorio. Me atendió su secretaria. Buenos días, señor; no, señor, el doctor no se encuentra; no señor, el doctor no puede responder su llamado. Pregunté por qué, qué estaba pasando, por qué John me hacía eso, por qué John no quería verme. La secretaria se quedó unos segundos en silencio y después dijo el doctor se tomó algunos días, señor, y me cortó. Ese fin de semana pinté seis cuadros más de cabezas de coreanos partiéndose contra el asfalto. Aníbal estaba muy entusiasmado con los trabajos, pero yo hervía de bronca y de a ratos también seguía muy triste. Llamé unos días más tarde. Atendió una voz de mujer, en un idioma inentendible que seguramente sería coreano. Dije que quería hablar con John, repetí el nombre de John algunas veces. La mujer dijo algo que no entendí, algo corto y rápido. Lo volvió a repetir. Después atendió un hombre, algún otro coreano que tampoco era John y también dijo cosas que no entendí.
Así que decidí algo, algo importante. Envolví el cuadro con la sábana, salí a la calle arrastrándolo como pude, esperé una eternidad hasta dar con uno de esos taxis de aeropuerto con mucho espacio detrás, para el cuadro, y le di al taxista la dirección de John. John vivía en un mundo coreano a cincuenta cuadras de mi barrio, lleno de carteles en coreano y de coreanos. El taxista me preguntó si estaba seguro de la dirección, si quería que me esperara en la puerta. Le dije que no hacía falta, le pagué y me ayudó a bajar el cuadro. La casa de John era antigua y grande. Apoyé el cuadro en las rejas de entrada, toqué el timbre, esperé. Hay muchas cosas que me ponen nervioso. No entender algo es una de las peores, la otra es esperar. Pero esperé. Pienso que esas son las cosas que uno hace por los amigos. Había hablado con mamá unos días antes y ella había dicho que mi amistad con John tenía, además, brechas culturales, y que eso hacía todo más complicado. Le dije que las brechas culturales eran algo contra lo que John y yo podíamos luchar. Sólo necesitaba explicárselo, saber por qué estaba tan enojado, aunque de todas formas pensé mucho en eso de las brechas culturales y las agregué a la lista de las cosas que me ponen nervioso.
La cortina del living se movió. Alguien espió un momento por detrás. La voz femenina del teléfono dijo hola en el portero. Dije soy yo, el del teléfono, dije que quería ver a John. John no, dijo la mujer, no. Dijo otras cosas en coreano, el aparato hizo algunos ruidos y todo quedó en silencio. Volví a tocar. A esperar. A tocar. Escuché los pasadores de la puerta y un coreano mayor que John se asomó, me miró, y dijo John, no. Lo dijo enojado, frunciendo el ceño, pero sin mirarme a los ojos, y volvió a encerrarse en la casa. Me di cuenta que no me sentí bien. Que algo estaba mal en mí, como en los viejos tiempos. Volví a tocar el timbre. Grité John una vez, otra. Un coreano que pasaba por la vereda de enfrente se paró a mirar. Volví a gritar al portero. Yo sólo quería hablar con John. Grité su nombre otra vez. Porque John era mi amigo. Porque las brechas no tenía nada que ver con nosotros. Porque nosotros éramos dos, John y yo, y eso es tener un amigo. El timbre otra vez, interminable. El metal se clavaba en mi dedo, muy adentro de tanto apretar. El coreano de enfrente dijo algo en su idioma. No sé qué, como si quisiera explicarme alguna cosa. Y yo otra vez John, John muy fuerte, como si algo terrible estuviera pasándole. El coreano se acercó, hizo un gesto con la mano, para que me calmara. Solté el timbre para cambiar de dedo y seguí gritando. Se oyó una persiana caer en otra casa. Sentí que me faltaba el aire. Que me falta algo. Entonces, el coreano me tocó el hombro. Su pulgar en mi camisa. Y fue un dolor enorme: la brecha cultural. Mi cuerpo empezó a hervir, sentí que perdía el control, que ya no entendía las cosas, como otras tantas veces, pero que esa vez de nada serviría mirar con atención un rato. Me di vuelta bruscamente y golpeé el cuadro que cayó boca abajo sobre la vereda. Agarré al coreano de los pelos. Un coreano pequeño, flaco y metido. Un coreano de mierda que se había levantado a las cinco de la mañana durante quince años para afianzar la brecha dieciocho horas por día. Lo sostuve de los pelos tan fuerte que me clavé las uñas en la palma de la mano. Y esa fue la tercera vez que estrellé la cabeza de alguien contra el asfalto.
Cuando me preguntan si abrirle la cabeza al coreano sobre el reverso de mi tela esconde una intención estética miro hacia arriba y hago como que pienso. Eso es algo que aprendí de ver a otros artistas que hablan en televisión. No es que no entienda bien la pregunta, es que realmente ya no me interesa nada. Tengo problemas legales, porque no sé diferenciar a los coreanos de los japoneses, ni de los chinos, y cada vez que veo uno así lo agarro de los pelos y empiezo a darle la cabeza contra el asfalto. Aníbal consiguió un buen abogado, que alega insania, que es que estás loco y eso es mucho mejor ante la ley. La gente dice que soy un racista, un hombre descomunalmente malo, pero mis cuadros se venden por millones y yo empiezo a pensar en eso que siempre decía mi mamá, eso de que el mundo lo que tiene es una gran crisis de amor, y de que, al fin y al cabo, no son buenos tiempos para la gente muy sensible.
domingo, 2 de octubre de 2016
"Bienaventurados" - Ignacio Aldecoa
Pedro Lloros tenía la tripa triste. Pedro Lloros comía poco,
y no siempre. En el verano se alimentaba de peces y cangrejos de río, de
tomates y patatas robadas, de pan mendigado, de agua de las fuentes públicas y
de sueño. En el invierno de rebañar en las casas limosneras los pucheros, de
algún traguillo de vino y también de sueño, que es el mejor manjar de un
pobretón. Por la primavera y el otoño, sus pasos se perdían. Pescador era
bueno; ladrón, algo torpe; vago, muy vago. Odiaba a los gimnastas. Todos los vagos del mundo odian a los gimnastas, que
malgastan sus fuerzas sin saber por qué. En cambio, los amigos de Pedro Lloros
se tumbaban al sol a dormitar o a rascarse, y cuando llegaba el frío se hacían
encarcelar. Pedro nunca había pasado el invierno en la cárcel por miedo. Una
vez le pillaron distrayendo fruta en el mercado y las vendedoras de los puestos
de abastos, al verle tan triste y hambriento, le perdonaron.
Pedro Lloros poseía un corazón chiquito y veloz. Se asustaba
de todo y se apellidaba perfectamente. Era calvo, retorcido, afilado de cara, y
llevaba la bola del mundo, en vez de en los hombros, en la barriga. Su madre lo
parió sietemesino y zurdo, y su padre no pudo hacer carrera de él porque, a
decir verdad, no se empeñó mucho, y Pedro, desde muy chico, quiso no servir
para nada. Pedro perdió a sus padres en una epidemia de gripe; después estuvo
llorando y quejándose mucho tiempo, hasta que se hizo amigo de don Anselmo, un
mendigo de sombrero agujereado y bastón con puño de metal. Don Anselmo le
presentó a sus conocidos. La presentación en sociedad de Pedro fue muy alegre:
todos se emborracharon y luego discutieron; por fin, se pegaron. Pedro no se
atrevió a abrir la boca por temor de que le saltasen los dientecillos,
ratoneros y cariados, de una bofetada. Luego, todos le quisieron.
Bienaventurados.
Bienaventurados los vagos, porque sólo son egoístas de
sombra o de sol, según el tiempo.
Bienaventurados porque son despreciados y les importa un
comino.
Bienaventurados porque son como niños y les gusta jugar a
cazadores para alimentarse y no para divertirse.
Bienaventurados porque tienen el alma sensible y se duelen
de las desgracias del prójimo: de que el prójimo trabaje demasiado, de que el
prójimo luche por una posición en la vida, de que el prójimo sea tonto.
Bienaventurados los vagos porque son temerosos de la ley,
aunque nada tienen que perder.
Bienaventurados porque son como minerales con alma y porque
les gusta divertirse honestamente y porque lloran cuando se les hace daño y
porque hablan de tú a las estrellas y porque dicen «el padre sol» y «la madre
luna» y «la noche está serena» o «el día está amurriado», o «la trucha se pesca
en los pocillos frescos y el cangrejo mejor es el de agosto», y saben refranes
antiguos y a los vientos les cambian los nombres. Bienaventurados los vagos.
Pedro Lloros estaba pasando el invierno a trancas y
barrancas. Dormía bajo los puentes, con el alma en vilo de que se lo llevase
una crecida. Le quedaban dos amigos, los otros estaban invernando en los
calabozos. Andaba Pedro algo atosigado con los bronquios, que le silbaban como
locomotoras. Iba vestido a la antigua usanza de los vagos: así, botas distintas
y picañadas, pantalón con ventanas en el lipurdi y balcones en las rodillas
roñadas, elástico camuflado con cuadritos de diversos colores, bufanda de
marino (asilo de bichejos), abrigo holgado, desflecado, tieso de coipe y de
hechura militar. Se cubría con una manta de caballo y apoyaba la cabeza en un
fardel con corruscos, camisas de verano, folletín de entretenimientos y lata
para recibir sobrantes. Sus dos amigos también iban de uniforme. Los tres
cubrían sus cabezas moras con boinas de colador.
Pedro Lloros se trataba de usted con Lino y Andrajos. Lino
era bueno, santurrón, rezador extraño. Andrajos se llamaba así y tenía algo
picadillo el genio, fue oficiante de soplón, aunque lo dejó por no parecerle
honrado el oficio; sabía leer y escribir y era el que leía el folletín
propiedad de Pedro cuando estaban absolutamente aburridos. El folletín tuvo
algo de culpa en lo que pasó.
Y pasó que, como eran ingenuos y se lo creían todo, porque
nada les costaba creérselo, pues empezaron a darle vueltas a un asunto que les
había sugerido, en parte, el absurdo folletín. Hasta entonces robaron, sí, para
comer, lo que siempre tiene disculpa, mas no se les ocurrió jamás robar para
divertirse o para mejorar de existencia, porque se divertían a ratos perdidos y
no pensaron nunca en variar de vida. Celebraron los tres una larga
conferencia.
Lino dijo:
- Hay que cambiar de vida. Hay que dormir bajo techo, que
esto de estar siempre para luego morirse, aguantando las cuchilladas del viento
y el frío, es una vaina. Hay que procurarse posibles.
Pedro Lloros asentía con la cabeza, que era tal la de un
eremita del desierto, hambriento y enloquecido, en cuanto se quitaba la boina.
Arreglaba, entretanto que Lino discurseaba, unos calcetines con tres islotes de
lana, porque todo lo demás era océano de nada. Andrajos, pensativo, dibujaba en
la tierra húmeda, con un palito aguzado, hombres obesos y mujeres opulentas.
Lino se empeñaba en cambiar de vida.
- Sí, Andrajos. Tú, que tienes más cultura, lo puedes
comprender mejor. La vida hay que gozarla, porque luego se te para el reloj y
te entierran, con buena suerte, porque si caes por el hospital se dedican a
hacerte pizcas y a estudiarte.
Andrajos se sorbió los mocos y ladeó la cabeza, como un
artista consumado, contemplando sus monstruosos dibujos.
- Puede ser, Lino.
- Sí, Andrajos, tenemos que decidirnos, porque todavía no se
ha pasado el invierno y un día nos encuentran a los tres tiesos. Hay que
buscarse un resguardo y para encontrarlo hay que buscar dinero, mucho dinero;
lo menos cuestan las camas a dos pesetas y somos tres, y hasta que llegue la
primavera faltan muchas semanas.
Andrajos levantó la cabeza, siguió el vuelo de un gorrión,
bajó la mano a la entrepierna.
- Sí, Lino. Hay que buscar algo.
Pedro Lloros seguía fabricando islotes y haciendo retirarse
el océano hasta la planta del calcetín.
Ya era mediodía. Hacía frío debajo del puente y salieron a
enfriarse un poco menos a la orilla del río. El río traía ruido ahogado y
remolinos juguetones; venía turbio. Los árboles cercanos parecían hundirse
hasta el ombligo, a media distancia de la copa, en el agua. Una urraca se paró
en las ramas de un olmo, parecidas a los brazos de algunos mendigos que piden a
la salida de las ermitas en las romerías del verano. Un animal, como un perro,
en el cercano meandro, salió corriendo cuando les vio aparecer. Lino se había
fijado en él.
- ¡Anda, una nutria!
Andrajos contestó:
- Sí, Lino. Si la cazáramos...
- Si la cazáramos - soñó Lino - sería el principio de algo,
¿no te parece? Cuesta mucho una piel de ésas. Habría que no estropearla.
Cazarla cuando pesca. Con mucho cuidado...
Pedro Lloros miraba a la revuelta del río por donde
desapareció el animal. Intervino por fin:
- Sería una lotería, ¿no les parece? Además, la carne la
podríamos aprovechar, ¿verdad?
- No creo que usted fuera capaz de comérsela - le atajó Lino
-. Sabe a pescado podrido.
Pedro Lloros se arrojaba a la acción, importándole poco el
sabor.
- Yo una vez comí pescado de unos días y no me pasó nada.
¿Ustedes creen que podría ocurrimos algo?
Andrajos entornaba los ojos mirando el agua. Arrojó un
palito, después otro y otro. El río se los llevaba dando vueltas o los orillaba
en seguida.
- Puede que no.
Lino se levantó del suelo y se desperezó. Por la carretera
se acercaba, tardo, un carro de bueyes cargado de remolachas. Delante caminaba
con la aguijada sobre el hombro un hombre musculoso que los contemplaba
fijamente. Encima del carro, sobre unos sacos vacíos para no mancharse, iba un
mozalbete. Las voces les llegaron a los tres vagos, claras y conmiserativas.
- ¿Quiénes son ésos, padre?
- Gitanos, chico. Échales cuatro o cinco remolachas y un
pedazo de pan.
Al pasar, casi por encima, el mozuelo les tiró las
remolachas y el pan.
- Ahí va.
Ellos ni se movieron. Se quedaron mirándoles mientras la
carreta avanzaba hacia la ciudad. Las voces les despertaron a su conversación.
El rapaz le decía a su padre:
- No han dicho nada.
El aldeano se volvió con la vara a aguijar a los bueyes.
- Ni falta que hace, chico.
Lino se escurrió hasta el río. Un pez sin cabeza bajaba
flotando sangrante. No lo pudo coger y se perdió por uno de los ojos del
puente, todavía coleando. Volvióse a los amigos.
- Es de la nutria. Lo acaba de coger. Vamos a ver por
dónde anda. Usted, Lloros, se queda guardando la casa. Date prisa,
Andrajos.
Cogieron unas garrotas que usaban para defenderse de los
perros y caminaron, saltando por los surcos del arado de la parcela limítrofe,
para dar un rodeo y acercarse sin ser vistos donde sospechaban que estaba el
animal. Pedro Lloros se sentó.
Sentado, meditativo, mientras los cazadores buscaban la
ventura, hacía surgir el calcetín de la nada. Lo recreaba con lanas de
distintos colores. Levantó la cabeza, se fijó en las remolachas y en el pan que
le habían echado. Con las remolachas hizo un montón, el pan lo limpió del
barrillo que se le había pegado, le quitó un trocito, para probarlo, y lo dejó
sobre una piedra seca. Siguió en su labor.
Cuando más entretenido estaba Lloros repasando sus calcetines
le llegó una voz autoritaria, gruesa, desde la carretera. La voz le produjo un
escalofrío.
- Lloros, hay que ahuecar el ala antes de la noche. Son
órdenes del sargento. No creo que tenga necesidad de repetírtelo esta tarde. De
modo que a cambiar de paisaje o a dormir al raso y calientes si no lo hacéis.
Díselo a los otros dos, y ojo, mucho ojo.
Pedro alzó la cabeza y vio apoyados en el pretil a dos
guardias: el cabo Domingo Martín y el número Jenaro Huertas. El cabo Martín
sonrió luego:
- El otro día vi a don Anselmo. Está pasando treinta días.
Ha engordado y se le nota que el rancho lo ha hecho otro. Me dijo que si os
veía que hiciera el favor de saludaros. Que os cuidéis, que tengáis espíritu,
que aunque ahora están las cosas muy difíciles ya cambiará todo con la
primavera. Que recéis y no seáis ateos, que eso se paga luego. El pájaro se ha
hecho muy amigo del capellán.
Luego cambió la voz.
- Bueno. Lo dicho y no olvidarse. No me vengáis con
triquiñuelas porque os calentaré las costillas. Adiós, Lloros.
- Adiós, don Domingo. Adiós, señor Huertas.
Los guardias hincharon los pechos y caminaron. El pretil fue
cubriendo su marcha. Lloros se agachó a coger una piedra y la lanzó
pastorilmente al río. La piedra hizo cloc y saltó una columnita de agua.
Parecía que se le había escapado una rana de las manos. Luego se quedó
meditando al compás de las ondas que se extendían leves hasta la orilla. Así le
sorprendieron sus amigos:
- Nada, Lloros - dijo Lino -. Se ha escapado la muy zorra.
Pero la hemos visto, ¿verdad, Andrajos?
- Sí, Lino.
- Le prepararemos una trampa - continuó Lino -, y dentro de
tres días será nuestra, porque por donde se ensucia ya sabemos donde viene a
pescar.
Pedro seguía ensimismado. Se volvió, al fin, hacia ellos.
- Oiga, Lino, han estado los guardias. Hay que ahuecar antes de la noche, ha dicho el cabo. Si no, palos. Para nosotros no hay trena. Han dicho que tenemos que cambiar de paisaje, que éste no nos va. Y recuerdos de don Anselmo.
- Oiga, Lino, han estado los guardias. Hay que ahuecar antes de la noche, ha dicho el cabo. Si no, palos. Para nosotros no hay trena. Han dicho que tenemos que cambiar de paisaje, que éste no nos va. Y recuerdos de don Anselmo.
Se hizo entre los tres un silencio. Lino se quejó de la mala
suerte:
- Ahora que podíamos hacernos con unos duros.
Andrajos se sentó en el suelo y se puso a dibujar con su
eterno palito hombres gordos y mujeres de pechos vacunos. Pedro esperaba que
Lino aclarase el compromiso.
- Pues habrá que marcharse - dijo Lino -. Lo mejor es estar
a buenas con esa gente, ¿no te parece, Andrajos?
- Sí, Lino.
- ¿Y a usted, Pedro?
- Lo que usted diga, Lino. Yo de estas cosas sé poco.
Además, mi opinión no vale mucho. Pero se me ha ocurrido una cosa.
Lino se apoyaba en la garrota perrera descorazonado, con un
gesto raro en la cara que le profundizaba los surcos de las mejillas.
- Diga, diga, Pedro.
Pedro Lloros titubeó antes de empezar, se puso de pie, se
sonó primitivamente ayudándose del dedo pulgar.
- Antes decían ustedes que había que cambiar de vida. Yo no
sé cómo, pero se me ha ocurrido que cogiendo algunos de esos hierros que no
sirven para nada - hizo una pausa -. ¿No se acuerda usted, Lino, de los hierros
que están amontonados a la orilla de las puertas?
Lino asintió.
- Pues podíamos coger, digo yo, algunos hierros y vendarlos
por chatarra. Yo creo que a nadie le importaría eso. Además, hay muchos, ¿no
les parece?
Lino se echó para atrás la boina y se rascó la frente.
- Pudiera ser, pudiera ser. ¿Qué opinas de esto, Andrajos?
- Que está bien, Lino.
- Pues no se nos había ocurrido antes. Y ¿de dónde le ha
venido a usted la idea, Lloros?
- Ha sido el libro que tengo en el saco. Eso de robar a los
ricos para dar a los pobres no está mal. Además nosotros no robamos a nadie.
Cogemos lo que está tirado y nada más.
- Claro, claro - se consultaba consigo Lino -. Lo que ocurre
es que a otros no les puede parecer así.
Lloros se entristeció.
- ¿Es que no le parece a usted bien?
- Sí, hombre, pero tiene sus dificultades. Vamos a verlo.
Los tres vagos se sentaron en cabildo y Lino comenzó a
hablar en voz baja trazando el plan del robo. Luego, sonrientes, se levantaron,
cogieron sus cosas de debajo del puente y subieron a la carretera. La pareja de
guardias regresaba. Esperaron que se acercaran. Lino se adelantó.
- Buenas tardes, don Domingo. Buenas tardes, señor Huertas.
Como ven ustedes, ya nos vamos.
- Así me gusta - dijo el cabo, y después sonrió -. A ver si
no se os ve el pelo en una temporada, hasta que se pase esta racha. Adiós, bribones.
Los tres vagos se quitaron las boinas.
- Adiós, don Domingo. Adiós, señor Huertas.
A los guardias les apretaba el cinturón. Caminaron solemnes
por la carretera. Pedro Lloros y sus amigos se perdieron en dirección
contraria. La tarde se maduraba de reflejos en los tricornios. Las boinas de
los tres vagos parecían nidos abandonados de pájaros de invierno.
El chatarrero no quiso comprarles los restos de faroles
viejos que le llevaron. El chatarrero temía a la justicia. Ya le había ocurrido
otra vez - decía él -, que por adquirir género ilegítimo se las tuvo que ver
con los civiles...
Los tres vagos, desconsolados, caminaron rodeando la ciudad
hasta perderse por los campos de occidente. Iban encorvados bajo el peso de los
sacos, llenos de hierros herrumbrosos. Ya era de noche.
Los tres vagos se adentraron en un bosquecillo bajo, húmedo,
medieval, e hicieron un campamento. Encendieron una hoguera y comenzaron a
meditar. Lino se despertó el primero, de la angustia.
- Ya está. Esto no lo podemos devolver, nos cogerían. Hay
que enterrarlo para borrar las huellas.
A Pedro se le despertó el niño que llevaba dentro: niño
manso y soñador.
- Sí. Hay que enterrarlo como si fuera un tesoro. Esto es
mucho mejor que devolverlo, porque igual nos verían y entonces sí que no nos
escapábamos de una buena.
Lino se puso serio.
- ¿A ti qué te parece, Andrajos?
- A mí bien.
- Pues manos a la obra. La tierra está blanda y no es
necesario mucha profundidad.
Comenzaron a trabajar cercanos a la hoguera. Las llamas les
derretían las sombras. Pedro Lloros estaba contento. Una lechuza silbaba
calumnias. Había algo entre ridículo y espantable en aquellos seres enterrando
hierros enroñecidos.
Los guardias Domingo Martín y Jenaro Huertas se guiaron por
la lumbre de la hoguera. Pedro Lloros y sus amigos no les sintieron llegar.
Estaban armando un catapé al volver los sacos sobre el hoyo. La linterna del
cabo Martín los paralizó en su trabajo.
- Hola, buenos mozos. Conque jugando a ladrones, ¿eh?
Se volvieron los tres lentamente sin saber qué decir. El
guardia se reía.
- Buena me la habéis jugado. Y ahora, ¿qué tengo que hacer
yo sino calentaros el cuero? Y luego decís que somos así y asá. Venga, cargar
los sacos de nuevo y andando.
Lino se levantó:
- Mire usted, don Domingo, es que el hambre es muy mala
consejera.
Se mofaba el cabo:
- Ya, ya.
- Es que hace demasiado frío en el campo.
- ¿Y por eso hacéis que los que os conocemos tengamos que
andar de noche? Venga, menos historias y arreando.
Pedro Lloros estaba a punto de morir de miedo.
- Señor guardia, ¿qué nos va a pasar?
Casi se le saltaban las lágrimas y le temblaba todo el
cuerpo.
- ¿Qué os va a pasar? Pues nada, que habrá zurra en gordo -
se deleitaba el cabo haciéndoles sufrir.
Pedro no se sobreponía.
- Don Domingo, yo no lo podré resistir. Estoy enfermo.
- Pues haberlo pensado antes. El que la hace la paga.
Se hizo un grave silencio, agujereado por el silbido de la
lechuza.
Los tres vagos, con los sacos al hombro, comenzaron a
caminar seguidos de la pareja. El cabo sonreía:
- Ahora sí que vais a cambiar de paisaje. Y no me hagáis
ninguna tontería porque al primero que corra lo tumbo.
Caminaban de prisa. Silencio otra vez. Los silbidos de la
lechuza ya no se oían. Las luces de la ciudad cabrilleaban cercanas. El cabo se
enterneció.
- Bueno, muchachos, no apurarse, que jugáis con ventaja.
Ahora a dormir caliente y a comer durante quince días. Después, Dios dirá. Y no
me lo agradezcáis a mí, agradecérselo al chatarrero que fue el que nos vino con
el cuento.
Lino respiró profundamente. Andrajos escupió largo. Pedro
Lloros se enjugó una lágrima. Los tres dijeron al unísono:
- ¿De verdad?
Y el guardia, dándole un puntapié a Pedro, les contestó:
- Sí, muchachos, que le salís más caros al Estado que los
ladrones de verdad. Allí podréis ver a don Anselmo y a los otros.
viernes, 24 de junio de 2016
"Mate" - Sergio Alvez
Ruben Molina nació y se crió en la picada Itatí. Hizo hasta tercer
grado y después, como casi todos en el paraje, tuvo que
dedicarse de lleno a la tarefa. A los 18, volviendo en pedo de un
baile en Oberá, se le dio por cuatrerear. Con su amigo el Polaco
Machicoy, descueraron a machetazo limpio una de las vacas del
Mencho Penayo. Se llevaron la carne en ponchada hasta la casa
del Polaco, donde hicieron alto asado y siguieron farreando
grande hasta la tardecita.
Mencho Penayo se enteró al otro día. Uno de sus peones,
silencioso testigo del hecho, le puso al tanto de todito cuanto
había pasado. La policía detuvo a Ruben y Polaco a las pocas
horas de la denuncia.
El Polaco Machicoy quiso retobarse y ahí nomás, en el patio de su
propio rancho, los milicos le reventaron el cráneo a rebencazos.
Ruben no opuso resistencia cuando lo fueron a buscar. Se dejó llevar, ante la mirada abatida y llorosa de su madre. Le tuvieron
un par de meses en la comisaría y después le mandaron a la
cárcel de Candelaria.
Adentro, Ruben Molina era un sujeto callado y taciturno, más aun
que cuando estaba libre, lo que ya era bastante decir. Lo único
que hacía era tomar mate todo el día.
Lavaba ropa de otros presos para poder ganarse la yerba, ya que
nadie iba a visitarle. Una vez le robaron su termo y su mate.
Tuvo que levantarle la voz al ladrón. Éste le desafió a pelear. Se
agarraron a facazos en el patio. Entre cinco guardias tuvieron
que separarlos. El incidente le costó a Ruben una sesión de
picana y catorce días en “la tumba”, donde no se veía luz alguna.
En esos días, toda la comida se reducía a un pedazo de pan duro
por día. Cuando salió debieron internarle. Estuvo una semana en
el hospital y al volver a la cárcel, ya no era el mismo. Hablaba
solo. Movía la cabeza en círculos, de la nada. Simulaba tomar
mate aunque no tenía equipo. Había enloquecido.
Un compañero de celda le consiguió un mate y un termo. Ruben
tomaba mate con ese equipo. Y cuando se quedaba sin agua,
seguía tomando igual, largas horas, chupando la bombilla con el
mate vacío. Eran muchas más las veces que tomaba así, sin
nada, que las que tomaba de verdad.
Cuando entró el nuevo director penitenciario, al ver que nadie
reclamaba por Molina, y que éste era un loquito que no parecía
ser peligroso para la sociedad, se decidió darle la libertad. Le
llevaron a una zona rural de Corrientes, y ahí le largaron.
Ruben deambuló por los campos varios días, hasta que encontró
un pueblito. Allí, una mañana, entró a una casa. La mujer que la
habitaba pegó un grito al ver a aquel sujeto sucio y harapiento
en su cocina. Ruben le tapó la boca. Ella entendió que debía
hacer silencio. Él puso sus dos manos en el cuello de ella y
presionó un poco.
—Mate. Hacé un mate. Un rico mate. – le ordenó.
La mujer, temblando, encendió la hornalla. Ruben se sentó en
una de las sillas, sin quitarle la mirada de encima. La dueña de
casa quitó la yerba vieja de un porongo y la cambió por yerba
nueva. Le preguntó, al borde del llanto, si lo quería dulce o
amargo. Ruben contestó que amargo. Cuando el agua se
acercaba a su punto de hervor, la mujer apagó la hornalla y llenó
el termo. Sacudió el mate para sacarle el polvillo. Clavó la
bombilla en la yerba, le tiró un chorrito de agua de la canilla,
chupó ese primer mate frío, y lo escupió. Ruben sonreía al
observarla.
Cuando al fin le pasó el primer mate, Ruben se llevó la bombilla
de inmediato a la boca. Chupó. Permaneció un instante en
silencio, con la vista clavada en los ojos de la mujer.
—No me mate, por favor- suplicó ella.
—Dame otro- dijo él.
Ella volvió a cebarle. Ruben saboreó ese segundo mate con
visible emoción.
Después puso el mate sobre la mesa y salió caminando despacio
de la casa, hacia la calle. Caminó en dirección a la ruta, con el
alma serena y los pasos lentos. En ese mismo momento en que
se alejaba, la comisaría recibía el llamado de la señora.
sábado, 24 de octubre de 2015
“A.D.N.” - Ferdidand Von Schirach
Para M.R.
Nina tenía 17 años. Estaba sentada a la entrada de las
estación ZOO, delante tenía un vaso de plástico con algunas monedas. Hacía
frío, la nieve había cuajado. No era eso lo que había imaginado, pero aun así
era mejor que cualquier otra cosa. Habían transcurrido dos meses desde la
última vez que había telefoneado a su madre; se puso su padrastro. El hombre se
echó a llorar. Le pidió que volviera a casa. De pronto la habían asaltado los
recuerdos, su olor a sudor y vejez, sus manos velludas, y había colgado.
Su nuevo novio, Thomas, también vivía en la estación. Tenía
24 años, cuidaba de ella. Bebían mucho, cosas fuertes que calentaban y hacían
que lo olvidaran todo. Cuando el hombre se le acercó Nina pensó que era un
putero. Ella no era prostituta. Cuando los hombres le preguntaban cuánto
costaba ella se enfadaba. Una vez le había escupido a uno a la cara.
El anciano le preguntó si quería irse con él, tenía un piso
con calefacción, nada de sexo. Lo que no quería era pasar la navidad solo.
Tenía buena pinta, unos 60 o 65 años, abrigo de calidad, zapatos limpios. Lo
primero en lo que se fijaba ella eran los zapatos. Estaba helada.
-
Sólo si también puede venir mi novio – dijo.
-
Claro- respondió él. Incluso lo prefería.
Más tarde estaban sentados los tres en la cocina del hombre.
Con café y un biscocho. El hombre le preguntó si le apetecía darse un baño, le
sentaría bien. Ella vaciló pero Thomas estaba allí. No puede pasar nada, pensó.
El cuarto de baño no podía cerrarse con llave.
Estaba en la bañera. Hacía calor. El aceite para el baño
olía a abedul y espliego. Al principio no lo vio. El hombre había cerrado la
puerta al entrar. Tenía los pantalones bajados y estaba masturbándose. Pero no
era nada malo, le dijo, y sonrió inseguro. De la otra habitación llegaba el
sonido de la televisión. Nina gritó. Thomas abrió de sopetón, el picaporte goleó
los riñones del hombre, que perdió el equilibrio y fue a parar a la bañera.
Estaba en el agua, con ella, la cabeza sobre su vientre. Nina pataleó, doblo
las rodillas, quería salir de allí, quitárselo de encima. Le golpeó en la nariz,
la sangre se golpeó con el agua. Thomas le agarró por el pelo y lo mantuvo
sumergido. Ella no dejaba de gritar. Aun en la bañadera, desnuda, ayudó a
Thomas sujetando al hombre por la nuca.
Pensó que aquello duraba mucho. Luego el
hombre dejó de moverse. Ella le vio el vello del trasero y le dio puñetazos en
la espalda.
-
El muy cerdo- dijo Thomas.
-
El muy cerdo- repitió Nina.
No dijeron nada más. Fueron a la cocina a pensar. Nina se
había envuelto en una toalla, fumaban. No sabían que hacer. Thomas tuvo que ir
al cuarto de baño a recoger las cosas de Nina. El cuerpo del hombre acabó en el
suelo, bloqueando la puerta.
-
Tendrán que sacarla de los gozones con un
destornillador, ¿sabés?- comentó él en la cocina dándole sus cosas.
-
No, no lo
sabía.
-
Si no, no podrán sacarlo.
-
Lo harán.
-
Es la única manera.
-
¿Está muerto?
-
Creo que sí- respondió él.
-
Tiene que volver. Me falta la cartera, dentro
está el carnet de identidad.
Thomas registró el piso y encontró 8.500 marcos en el
escritorio. “Para la tía Margaret”, rezaba el sobre. Limpiaron las huellas y se
marcharon. No fueron lo bastante rápidos, pues la vecina, una mujer de edad
avanzada con gafas de culo de vaso, los vio en el soportal.
Volvieron a la estación en un tren de cercanías. Más tarde
comieron algo en un puesto.
-
Ha sido horroroso- comentó Nina.
-
Menudo idiota- repuso Thomas.
-
Te quiero.
-
Ya.
-
¿Cómo que ya? ¿Y tú, me quieres?
-
¿Se lo hizo él sol?- preguntó él, mirándola a
los ojos.
-
Si, ¿tú que crees?
-
De pronto, Nina sintió miedo.
-
¿Hiciste tu algo?
-
No, yo grité. Menudo viejo cerdo- soltó ella.
-
¿Nada de nada?
-
No, nada de nada.
-
Va a ser duro- dijo Thomas al cabo de un rato.
Una semana después leían un aviso en una columna de la
estación. El hombre había muerto. Un policía que los conocía a ambos de la zona
de la estación, pensó que podían encajar con la descripción dada por la vecina.
Le tomaron declaración. La mujer mayor no estaba segura. Se incautaron de su
ropa, que los agentes compararon con las fibras halladas en la vivienda del fallecido.
El resultado no fue inequívoco. Se sabía que el hombre tenía trato con
prostitutas, ya había sido condenado en dos ocasiones por acoso sexual y por
mantener relaciones sexuales con menores. Los pusieron en libertad. El caso no
se esclareció.
… … …
Lo hicieron todo bien. Durante 19 años lo hicieron todo
bien. Con el dinero del fallecido alquilaron un piso, más adelante se mudaron a
un adosado. Dejaron la bebida. Nina trabajaba como dependienta en un
supermercado, Thomas de jefe de almacén para un mayorista. Se casaron. Un año después
tuvieron un niño; al siguiente, una niña. Se entendían, les iba bien. En una
ocasión, él se vio mezclado en una pelea en la empresa, no se defendió, ella lo
entendió.
Cuando su madre murió, Nina volvió a las andadas. Empezó a
fumar de nuevo marihuana. Thomas la encontró en la estación, en el mismo sitio
de antes. Estuvieron sentados unas horas en un banco del parque Tiergarten,
después fueron a casa. Ella apoyó la cabeza en su regazo. Ya no necesitaba aquello.
Tenían amigos y bastante relación con la tía de Thomas en Hannover. A los niños
les iba bien en el colegio.
… … …
Cuando la ciencia hubo avanzado lo bastante, se llevó a cabo
un análisis genético molecular de los cigarrillos hallados en el cenicero del
fallecido. Se pidió a aquellos que habían sido sospechosos en su momento que
acudieran a someterse a un reconocimiento médico. El escrito tenía un aspecto amenazador,
un sello, iba encabezado por “El Jefe Superior de Policía de Berlín”, en papel
fino con un sobre verde. Estuvo dos días en la mesa de la cocina antes de que
lo comentaran. Había que hacerlo, fueron a donde se les pedía, solo les
introdujeron un bastoncillo de algodón en la boca, no les dolió.
Una semana después los detuvieron. El inspector jefe dijo: “Será
lo mejor para ustedes”. Él se limitaba a hacer su trabajo. Lo confesaron todo,
Creían que ya no tenía importancia. Thomas me llamó demasiado tarde. Si no hubiesen
confesado, el tribunal no podría haber excluido con certeza que hubiera sido un
accidente.
… … …
Seis semanas después les dieron la libertad provisional. El juez
instructor dijo que el caso era extraordinario, que los inculpados ya estaban
completamente integrados en la sociedad. Aunque las sospechas que se abrigaban
contra ellos eran fundadas y la condena segura, no se darían a la fuga.
… … …
Nunca se supo de donde salió la pistola. Él le disparó a
ella en el corazón y luego se pegó un tiro en la sien. Ambos murieron en el
acto. Un perro los encontró al día siguiente. Estaban a orillas del lago
Wannsee, juntos, en un hoyo excavado en la arena. No quisieron hacerlo en su
casa. Hacía tan solo dos meses que habían pintado las paredes.
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