domingo, 2 de octubre de 2016

"Bienaventurados" - Ignacio Aldecoa



Pedro Lloros tenía la tripa triste. Pedro Lloros comía poco, y no siempre. En el verano se alimentaba de peces y cangrejos de río, de tomates y patatas robadas, de pan mendigado, de agua de las fuentes públicas y de sueño. En el invierno de rebañar en las casas limosneras los pucheros, de algún traguillo de vino y también de sueño, que es el mejor manjar de un pobretón. Por la primavera y el otoño, sus pasos se perdían. Pescador era bueno; ladrón, algo torpe; vago, muy vago. Odiaba a los gimnastas. Todos los vagos del mundo odian a los gimnastas, que malgastan sus fuerzas sin saber por qué. En cambio, los amigos de Pedro Lloros se tumbaban al sol a dormitar o a rascarse, y cuando llegaba el frío se hacían encarcelar. Pedro nunca había pasado el invierno en la cárcel por miedo. Una vez le pillaron distrayendo fruta en el mercado y las vendedoras de los puestos de abastos, al verle tan triste y hambriento, le perdonaron.

Pedro Lloros poseía un corazón chiquito y veloz. Se asustaba de todo y se apellidaba perfectamente. Era calvo, retorcido, afilado de cara, y llevaba la bola del mundo, en vez de en los hombros, en la barriga. Su madre lo parió sietemesino y zurdo, y su padre no pudo hacer carrera de él porque, a decir verdad, no se empeñó mucho, y Pedro, desde muy chico, quiso no servir para nada. Pedro perdió a sus padres en una epidemia de gripe; después estuvo llorando y quejándose mucho tiempo, hasta que se hizo amigo de don Anselmo, un mendigo de sombrero agujereado y bastón con puño de metal. Don Anselmo le presentó a sus conocidos. La presentación en sociedad de Pedro fue muy alegre: todos se emborracharon y luego discutieron; por fin, se pegaron. Pedro no se atrevió a abrir la boca por temor de que le saltasen los dientecillos, ratoneros y cariados, de una bofetada. Luego, todos le quisieron. Bienaventurados.

Bienaventurados los vagos, porque sólo son egoístas de sombra o de sol, según el tiempo.
Bienaventurados porque son despreciados y les importa un comino.
Bienaventurados porque son como niños y les gusta jugar a cazadores para alimentarse y no para divertirse.
Bienaventurados porque tienen el alma sensible y se duelen de las desgracias del prójimo: de que el prójimo trabaje demasiado, de que el prójimo luche por una posición en la vida, de que el prójimo sea tonto.
Bienaventurados los vagos porque son temerosos de la ley, aunque nada tienen que perder.
Bienaventurados porque son como minerales con alma y porque les gusta divertirse honestamente y porque lloran cuando se les hace daño y porque hablan de tú a las estrellas y porque dicen «el padre sol» y «la madre luna» y «la noche está serena» o «el día está amurriado», o «la trucha se pesca en los pocillos frescos y el cangrejo mejor es el de agosto», y saben refranes antiguos y a los vientos les cambian los nombres. Bienaventurados los vagos.

Pedro Lloros estaba pasando el invierno a trancas y barrancas. Dormía bajo los puentes, con el alma en vilo de que se lo llevase una crecida. Le quedaban dos amigos, los otros estaban invernando en los calabozos. Andaba Pedro algo atosigado con los bronquios, que le silbaban como locomotoras. Iba vestido a la antigua usanza de los vagos: así, botas distintas y picañadas, pantalón con ventanas en el lipurdi y balcones en las rodillas roñadas, elástico camuflado con cuadritos de diversos colores, bufanda de marino (asilo de bichejos), abrigo holgado, desflecado, tieso de coipe y de hechura militar. Se cubría con una manta de caballo y apoyaba la cabeza en un fardel con corruscos, camisas de verano, folletín de entretenimientos y lata para recibir sobrantes. Sus dos amigos también iban de uniforme. Los tres cubrían sus cabezas moras con boinas de colador.

Pedro Lloros se trataba de usted con Lino y Andrajos. Lino era bueno, santurrón, rezador extraño. Andrajos se llamaba así y tenía algo picadillo el genio, fue oficiante de soplón, aunque lo dejó por no parecerle honrado el oficio; sabía leer y escribir y era el que leía el folletín propiedad de Pedro cuando estaban absolutamente aburridos. El folletín tuvo algo de culpa en lo que pasó.

Y pasó que, como eran ingenuos y se lo creían todo, porque nada les costaba creérselo, pues empezaron a darle vueltas a un asunto que les había sugerido, en parte, el absurdo folletín. Hasta entonces robaron, sí, para comer, lo que siempre tiene disculpa, mas no se les ocurrió jamás robar para divertirse o para mejorar de existencia, porque se divertían a ratos perdidos y no pensaron nunca en variar de vida. Celebraron los tres una larga conferencia.

Lino dijo:

- Hay que cambiar de vida. Hay que dormir bajo techo, que esto de estar siempre para luego morirse, aguantando las cuchilladas del viento y el frío, es una vaina. Hay que procurarse posibles.

Pedro Lloros asentía con la cabeza, que era tal la de un eremita del desierto, hambriento y enloquecido, en cuanto se quitaba la boina. Arreglaba, entretanto que Lino discurseaba, unos calcetines con tres islotes de lana, porque todo lo demás era océano de nada. Andrajos, pensativo, dibujaba en la tierra húmeda, con un palito aguzado, hombres obesos y mujeres opulentas. Lino se empeñaba en cambiar de vida.

- Sí, Andrajos. Tú, que tienes más cultura, lo puedes comprender mejor. La vida hay que gozarla, porque luego se te para el reloj y te entierran, con buena suerte, porque si caes por el hospital se dedican a hacerte pizcas y a estudiarte.

Andrajos se sorbió los mocos y ladeó la cabeza, como un artista consumado, contemplando sus monstruosos dibujos.

- Puede ser, Lino.

- Sí, Andrajos, tenemos que decidirnos, porque todavía no se ha pasado el invierno y un día nos encuentran a los tres tiesos. Hay que buscarse un resguardo y para encontrarlo hay que buscar dinero, mucho dinero; lo menos cuestan las camas a dos pesetas y somos tres, y hasta que llegue la primavera faltan muchas semanas.

Andrajos levantó la cabeza, siguió el vuelo de un gorrión, bajó la mano a la entrepierna.

- Sí, Lino. Hay que buscar algo.

Pedro Lloros seguía fabricando islotes y haciendo retirarse el océano hasta la planta del calcetín.
Ya era mediodía. Hacía frío debajo del puente y salieron a enfriarse un poco menos a la orilla del río. El río traía ruido ahogado y remolinos juguetones; venía turbio. Los árboles cercanos parecían hundirse hasta el ombligo, a media distancia de la copa, en el agua. Una urraca se paró en las ramas de un olmo, parecidas a los brazos de algunos mendigos que piden a la salida de las ermitas en las romerías del verano. Un animal, como un perro, en el cercano meandro, salió corriendo cuando les vio aparecer. Lino se había fijado en él.

- ¡Anda, una nutria!

Andrajos contestó:

- Sí, Lino. Si la cazáramos...

- Si la cazáramos - soñó Lino - sería el principio de algo, ¿no te parece? Cuesta mucho una piel de ésas. Habría que no estropearla. Cazarla cuando pesca. Con mucho cuidado...

Pedro Lloros miraba a la revuelta del río por donde desapareció el animal. Intervino por fin:

- Sería una lotería, ¿no les parece? Además, la carne la podríamos aprovechar, ¿verdad?

- No creo que usted fuera capaz de comérsela - le atajó Lino -. Sabe a pescado podrido.

Pedro Lloros se arrojaba a la acción, importándole poco el sabor.

- Yo una vez comí pescado de unos días y no me pasó nada. ¿Ustedes creen que podría ocurrimos algo?

Andrajos entornaba los ojos mirando el agua. Arrojó un palito, después otro y otro. El río se los llevaba dando vueltas o los orillaba en seguida.

- Puede que no.

Lino se levantó del suelo y se desperezó. Por la carretera se acercaba, tardo, un carro de bueyes cargado de remolachas. Delante caminaba con la aguijada sobre el hombro un hombre musculoso que los contemplaba fijamente. Encima del carro, sobre unos sacos vacíos para no mancharse, iba un mozalbete. Las voces les llegaron a los tres vagos, claras y conmiserativas.

- ¿Quiénes son ésos, padre?

- Gitanos, chico. Échales cuatro o cinco remolachas y un pedazo de pan.

Al pasar, casi por encima, el mozuelo les tiró las remolachas y el pan.

- Ahí va.

Ellos ni se movieron. Se quedaron mirándoles mientras la carreta avanzaba hacia la ciudad. Las voces les despertaron a su conversación. El rapaz le decía a su padre:

- No han dicho nada.

El aldeano se volvió con la vara a aguijar a los bueyes.

- Ni falta que hace, chico.

Lino se escurrió hasta el río. Un pez sin cabeza bajaba flotando sangrante. No lo pudo coger y se perdió por uno de los ojos del puente, todavía coleando. Volvióse a los amigos.

- Es de la nutria. Lo acaba de coger. Vamos a ver por dónde anda. Usted, Lloros, se queda guardando la casa. Date prisa, Andrajos.

Cogieron unas garrotas que usaban para defenderse de los perros y caminaron, saltando por los surcos del arado de la parcela limítrofe, para dar un rodeo y acercarse sin ser vistos donde sospechaban que estaba el animal. Pedro Lloros se sentó.

Sentado, meditativo, mientras los cazadores buscaban la ventura, hacía surgir el calcetín de la nada. Lo recreaba con lanas de distintos colores. Levantó la cabeza, se fijó en las remolachas y en el pan que le habían echado. Con las remolachas hizo un montón, el pan lo limpió del barrillo que se le había pegado, le quitó un trocito, para probarlo, y lo dejó sobre una piedra seca. Siguió en su labor.
Cuando más entretenido estaba Lloros repasando sus calcetines le llegó una voz autoritaria, gruesa, desde la carretera. La voz le produjo un escalofrío.

- Lloros, hay que ahuecar el ala antes de la noche. Son órdenes del sargento. No creo que tenga necesidad de repetírtelo esta tarde. De modo que a cambiar de paisaje o a dormir al raso y calientes si no lo hacéis. Díselo a los otros dos, y ojo, mucho ojo.

Pedro alzó la cabeza y vio apoyados en el pretil a dos guardias: el cabo Domingo Martín y el número Jenaro Huertas. El cabo Martín sonrió luego:

- El otro día vi a don Anselmo. Está pasando treinta días. Ha engordado y se le nota que el rancho lo ha hecho otro. Me dijo que si os veía que hiciera el favor de saludaros. Que os cuidéis, que tengáis espíritu, que aunque ahora están las cosas muy difíciles ya cambiará todo con la primavera. Que recéis y no seáis ateos, que eso se paga luego. El pájaro se ha hecho muy amigo del capellán.
Luego cambió la voz.

- Bueno. Lo dicho y no olvidarse. No me vengáis con triquiñuelas porque os calentaré las costillas. Adiós, Lloros.

- Adiós, don Domingo. Adiós, señor Huertas.

Los guardias hincharon los pechos y caminaron. El pretil fue cubriendo su marcha. Lloros se agachó a coger una piedra y la lanzó pastorilmente al río. La piedra hizo cloc y saltó una columnita de agua. Parecía que se le había escapado una rana de las manos. Luego se quedó meditando al compás de las ondas que se extendían leves hasta la orilla. Así le sorprendieron sus amigos:

- Nada, Lloros - dijo Lino -. Se ha escapado la muy zorra. Pero la hemos visto, ¿verdad, Andrajos?

- Sí, Lino.

- Le prepararemos una trampa - continuó Lino -, y dentro de tres días será nuestra, porque por donde se ensucia ya sabemos donde viene a pescar.

Pedro seguía ensimismado. Se volvió, al fin, hacia ellos.

- Oiga, Lino, han estado los guardias. Hay que ahuecar antes de la noche, ha dicho el cabo. Si no, palos. Para nosotros no hay trena. Han dicho que tenemos que cambiar de paisaje, que éste no nos va. Y recuerdos de don Anselmo.

Se hizo entre los tres un silencio. Lino se quejó de la mala suerte:

- Ahora que podíamos hacernos con unos duros.

Andrajos se sentó en el suelo y se puso a dibujar con su eterno palito hombres gordos y mujeres de pechos vacunos. Pedro esperaba que Lino aclarase el compromiso.

- Pues habrá que marcharse - dijo Lino -. Lo mejor es estar a buenas con esa gente, ¿no te parece, Andrajos?

- Sí, Lino.

- ¿Y a usted, Pedro?

- Lo que usted diga, Lino. Yo de estas cosas sé poco. Además, mi opinión no vale mucho. Pero se me ha ocurrido una cosa.

Lino se apoyaba en la garrota perrera descorazonado, con un gesto raro en la cara que le profundizaba los surcos de las mejillas.

- Diga, diga, Pedro.

Pedro Lloros titubeó antes de empezar, se puso de pie, se sonó primitivamente ayudándose del dedo pulgar.

- Antes decían ustedes que había que cambiar de vida. Yo no sé cómo, pero se me ha ocurrido que cogiendo algunos de esos hierros que no sirven para nada - hizo una pausa -. ¿No se acuerda usted, Lino, de los hierros que están amontonados a la orilla de las puertas?

Lino asintió.

- Pues podíamos coger, digo yo, algunos hierros y vendarlos por chatarra. Yo creo que a nadie le importaría eso. Además, hay muchos, ¿no les parece?

Lino se echó para atrás la boina y se rascó la frente.

- Pudiera ser, pudiera ser. ¿Qué opinas de esto, Andrajos?

- Que está bien, Lino.

- Pues no se nos había ocurrido antes. Y ¿de dónde le ha venido a usted la idea, Lloros?

- Ha sido el libro que tengo en el saco. Eso de robar a los ricos para dar a los pobres no está mal. Además nosotros no robamos a nadie. Cogemos lo que está tirado y nada más.

- Claro, claro - se consultaba consigo Lino -. Lo que ocurre es que a otros no les puede parecer así.

Lloros se entristeció.

- ¿Es que no le parece a usted bien?

- Sí, hombre, pero tiene sus dificultades. Vamos a verlo.

Los tres vagos se sentaron en cabildo y Lino comenzó a hablar en voz baja trazando el plan del robo. Luego, sonrientes, se levantaron, cogieron sus cosas de debajo del puente y subieron a la carretera. La pareja de guardias regresaba. Esperaron que se acercaran. Lino se adelantó.

- Buenas tardes, don Domingo. Buenas tardes, señor Huertas. Como ven ustedes, ya nos vamos.
- Así me gusta - dijo el cabo, y después sonrió -. A ver si no se os ve el pelo en una temporada, hasta que se pase esta racha. Adiós, bribones.

Los tres vagos se quitaron las boinas.

- Adiós, don Domingo. Adiós, señor Huertas.

A los guardias les apretaba el cinturón. Caminaron solemnes por la carretera. Pedro Lloros y sus amigos se perdieron en dirección contraria. La tarde se maduraba de reflejos en los tricornios. Las boinas de los tres vagos parecían nidos abandonados de pájaros de invierno.

El chatarrero no quiso comprarles los restos de faroles viejos que le llevaron. El chatarrero temía a la justicia. Ya le había ocurrido otra vez - decía él -, que por adquirir género ilegítimo se las tuvo que ver con los civiles...

Los tres vagos, desconsolados, caminaron rodeando la ciudad hasta perderse por los campos de occidente. Iban encorvados bajo el peso de los sacos, llenos de hierros herrumbrosos. Ya era de noche.

Los tres vagos se adentraron en un bosquecillo bajo, húmedo, medieval, e hicieron un campamento. Encendieron una hoguera y comenzaron a meditar. Lino se despertó el primero, de la angustia.

- Ya está. Esto no lo podemos devolver, nos cogerían. Hay que enterrarlo para borrar las huellas.
A Pedro se le despertó el niño que llevaba dentro: niño manso y soñador.

- Sí. Hay que enterrarlo como si fuera un tesoro. Esto es mucho mejor que devolverlo, porque igual nos verían y entonces sí que no nos escapábamos de una buena.

Lino se puso serio.

- ¿A ti qué te parece, Andrajos?

- A mí bien.

- Pues manos a la obra. La tierra está blanda y no es necesario mucha profundidad.

Comenzaron a trabajar cercanos a la hoguera. Las llamas les derretían las sombras. Pedro Lloros estaba contento. Una lechuza silbaba calumnias. Había algo entre ridículo y espantable en aquellos seres enterrando hierros enroñecidos.

Los guardias Domingo Martín y Jenaro Huertas se guiaron por la lumbre de la hoguera. Pedro Lloros y sus amigos no les sintieron llegar. Estaban armando un catapé al volver los sacos sobre el hoyo. La linterna del cabo Martín los paralizó en su trabajo.

- Hola, buenos mozos. Conque jugando a ladrones, ¿eh?

Se volvieron los tres lentamente sin saber qué decir. El guardia se reía.

- Buena me la habéis jugado. Y ahora, ¿qué tengo que hacer yo sino calentaros el cuero? Y luego decís que somos así y asá. Venga, cargar los sacos de nuevo y andando.

Lino se levantó:

- Mire usted, don Domingo, es que el hambre es muy mala consejera.

Se mofaba el cabo:

- Ya, ya.

- Es que hace demasiado frío en el campo.

- ¿Y por eso hacéis que los que os conocemos tengamos que andar de noche? Venga, menos historias y arreando.

Pedro Lloros estaba a punto de morir de miedo.

- Señor guardia, ¿qué nos va a pasar?

Casi se le saltaban las lágrimas y le temblaba todo el cuerpo.

- ¿Qué os va a pasar? Pues nada, que habrá zurra en gordo - se deleitaba el cabo haciéndoles sufrir.
Pedro no se sobreponía.

- Don Domingo, yo no lo podré resistir. Estoy enfermo.

- Pues haberlo pensado antes. El que la hace la paga.

Se hizo un grave silencio, agujereado por el silbido de la lechuza.

Los tres vagos, con los sacos al hombro, comenzaron a caminar seguidos de la pareja. El cabo sonreía:

- Ahora sí que vais a cambiar de paisaje. Y no me hagáis ninguna tontería porque al primero que corra lo tumbo.

Caminaban de prisa. Silencio otra vez. Los silbidos de la lechuza ya no se oían. Las luces de la ciudad cabrilleaban cercanas. El cabo se enterneció.

- Bueno, muchachos, no apurarse, que jugáis con ventaja. Ahora a dormir caliente y a comer durante quince días. Después, Dios dirá. Y no me lo agradezcáis a mí, agradecérselo al chatarrero que fue el que nos vino con el cuento.

Lino respiró profundamente. Andrajos escupió largo. Pedro Lloros se enjugó una lágrima. Los tres dijeron al unísono:

- ¿De verdad?

Y el guardia, dándole un puntapié a Pedro, les contestó:

- Sí, muchachos, que le salís más caros al Estado que los ladrones de verdad. Allí podréis ver a don Anselmo y a los otros.

Pedro Lloros comenzó a silbar tenuemente. Sobre los tricornios las luces ciudadanas florecían halos de santidad. Un tren pedía paso de agujas. Los tres vagos entraban ya en el cuartelillo, para ir luego a la cárcel y esperar que todo se complicase hasta la primavera, con las cabezas descubiertas y humildes como las de las gallinas viejas. A Pedro Lloros, en su interior, le manantiaba por primera vez una alegría de árbol bien regado.



"Cabezas contra el asfalto" - Samanta Schweblin

Si golpeás mucho la cabeza de alguien contra el asfalto -aunque sea para hacerlo entrar en razón-, es probable que termines lastimándolo...

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