Ruben Molina nació y se crió en la picada Itatí. Hizo hasta tercer
grado y después, como casi todos en el paraje, tuvo que
dedicarse de lleno a la tarefa. A los 18, volviendo en pedo de un
baile en Oberá, se le dio por cuatrerear. Con su amigo el Polaco
Machicoy, descueraron a machetazo limpio una de las vacas del
Mencho Penayo. Se llevaron la carne en ponchada hasta la casa
del Polaco, donde hicieron alto asado y siguieron farreando
grande hasta la tardecita.
Mencho Penayo se enteró al otro día. Uno de sus peones,
silencioso testigo del hecho, le puso al tanto de todito cuanto
había pasado. La policía detuvo a Ruben y Polaco a las pocas
horas de la denuncia.
El Polaco Machicoy quiso retobarse y ahí nomás, en el patio de su
propio rancho, los milicos le reventaron el cráneo a rebencazos.
Ruben no opuso resistencia cuando lo fueron a buscar. Se dejó llevar, ante la mirada abatida y llorosa de su madre. Le tuvieron
un par de meses en la comisaría y después le mandaron a la
cárcel de Candelaria.
Adentro, Ruben Molina era un sujeto callado y taciturno, más aun
que cuando estaba libre, lo que ya era bastante decir. Lo único
que hacía era tomar mate todo el día.
Lavaba ropa de otros presos para poder ganarse la yerba, ya que
nadie iba a visitarle. Una vez le robaron su termo y su mate.
Tuvo que levantarle la voz al ladrón. Éste le desafió a pelear. Se
agarraron a facazos en el patio. Entre cinco guardias tuvieron
que separarlos. El incidente le costó a Ruben una sesión de
picana y catorce días en “la tumba”, donde no se veía luz alguna.
En esos días, toda la comida se reducía a un pedazo de pan duro
por día. Cuando salió debieron internarle. Estuvo una semana en
el hospital y al volver a la cárcel, ya no era el mismo. Hablaba
solo. Movía la cabeza en círculos, de la nada. Simulaba tomar
mate aunque no tenía equipo. Había enloquecido.
Un compañero de celda le consiguió un mate y un termo. Ruben
tomaba mate con ese equipo. Y cuando se quedaba sin agua,
seguía tomando igual, largas horas, chupando la bombilla con el
mate vacío. Eran muchas más las veces que tomaba así, sin
nada, que las que tomaba de verdad.
Cuando entró el nuevo director penitenciario, al ver que nadie
reclamaba por Molina, y que éste era un loquito que no parecía
ser peligroso para la sociedad, se decidió darle la libertad. Le
llevaron a una zona rural de Corrientes, y ahí le largaron.
Ruben deambuló por los campos varios días, hasta que encontró
un pueblito. Allí, una mañana, entró a una casa. La mujer que la
habitaba pegó un grito al ver a aquel sujeto sucio y harapiento
en su cocina. Ruben le tapó la boca. Ella entendió que debía
hacer silencio. Él puso sus dos manos en el cuello de ella y
presionó un poco.
—Mate. Hacé un mate. Un rico mate. – le ordenó.
La mujer, temblando, encendió la hornalla. Ruben se sentó en
una de las sillas, sin quitarle la mirada de encima. La dueña de
casa quitó la yerba vieja de un porongo y la cambió por yerba
nueva. Le preguntó, al borde del llanto, si lo quería dulce o
amargo. Ruben contestó que amargo. Cuando el agua se
acercaba a su punto de hervor, la mujer apagó la hornalla y llenó
el termo. Sacudió el mate para sacarle el polvillo. Clavó la
bombilla en la yerba, le tiró un chorrito de agua de la canilla,
chupó ese primer mate frío, y lo escupió. Ruben sonreía al
observarla.
Cuando al fin le pasó el primer mate, Ruben se llevó la bombilla
de inmediato a la boca. Chupó. Permaneció un instante en
silencio, con la vista clavada en los ojos de la mujer.
—No me mate, por favor- suplicó ella.
—Dame otro- dijo él.
Ella volvió a cebarle. Ruben saboreó ese segundo mate con
visible emoción.
Después puso el mate sobre la mesa y salió caminando despacio
de la casa, hacia la calle. Caminó en dirección a la ruta, con el
alma serena y los pasos lentos. En ese mismo momento en que
se alejaba, la comisaría recibía el llamado de la señora.