Esta era una nueva parte de la aventura; estábamos acostumbrados a llamar la atención de los ociosos con nuestros originales atuendos y la prosaica figura de la Poderosa cuyo asmático resoplido llenaba de compasión a nuestros huéspedes, pero, hasta cierto punto, éramos los caballeros del camino. Pertenecíamos a la rancia aristocracia “vagueril” y traíamos la tarjeta de presentación de nuestros títulos que impresionaban inmejorablemente. Ahora no, ya no éramos más que dos linyeras con el “mono” a cuestas y con toda la mugre del camino condensada en los mamelucos, resabio de nuestra aristocrática condición pasada. El conductor del camión nos había dejado en la parte alta de la ciudad, a la entrada, y nosotros, con paso cansino, arrastrábamos nuestros bultos calle abajo seguidos por la mirada divertida e indiferente de los transeúntes. El puerto mostraba a lo lejos su tentador brillo de barcos mientras el mar, negro y cordial, nos llamaba a gritos con su olor gris que dilataba nuestras fosas nasales. Compramos pan —el mismo pan que tan caro nos parecía en ese momento y encontraríamos tan barato al llegar más lejos aún—, y seguimos calle abajo. Alberto mostraba su cansancio y yo, sin mostrarlo, lo tenía tan positivamente instalado como el suyo, de modo que al llegar a una playa para camiones y automóviles asaltamos al encargado con nuestras caras de tragedia, contando en un florido lenguaje de los padecimientos soportados en la ruda caminata desde Santiago. El viejo nos cedió un lugar para dormir, sobre unas tablas, en comunidad con algunos parásitos de esos cuyo nombre acaba en Hominis, pero bajo techo; atacamos al sueño con resolución. Sin embargo, nuestra llegada había impresionado los oídos de un compatriota instalado en la fonda adjunta, el que se apresuró a llamarnos para conocernos. Conocer en Chile significa convidar y ninguno de los dos estaba en condiciones de rechazar el maná. Nuestro paisano demostraba estar profundamente compenetrado con el espíritu de la tierra hermana y consecuentemente, tenía una curda de órdago. Hacía tanto tiempo que no comía pescado, y el vino estaba tan rico, y el hombre era tan obsequioso; bueno, comimos bien y nos invitó a su casa para el día siguiente.
Temprano La Gioconda abrió sus
puertas y cebamos nuestros mates charlando con el dueño que estaba muy interesado
en el viaje. Enseguida, a conocer la ciudad. Valparaíso es muy pintoresca,
edificada sobre la playa que da a la bahía, al crecer, ha ido trepando los
cerros que mueren en el mar. Su extraña arquitectura de zinc, escalonada en
gradas que se unen entre sí por serpenteantes escaleras o por funiculares, ve
realzada su belleza de museo de manicomio por el contraste que forman los
diversos coloridos de las casas que se mezclan con el azul plomizo de la bahía.
Con paciencia de disectores husmeamos en las escalerillas sucias y en los
huecos, charlamos con los mendigos que pululan: auscultamos el fondo de la
ciudad. Los miasmas que nos atraen. Nuestras narices distendidas captan la
miseria con fervor sádico.
Visitamos los barcos en el muelle
para ver si alguno sale hacia la Isla de Pascua pero las noticias son
desalentadoras, ya que hasta dentro de 6 meses no sale ningún buque en esa
dirección. Recogemos vagos datos de unos aviones que hacían vuelos una vez por
mes.
¡La Isla de Pascua! La
imaginación detiene su vuelo ascendente y queda dando vueltas en torno a ella:
“allí tener un ‘novio’ blanco es un honor para ellas”. “Allí, trabajar, qué
esperanza, las mujeres hacen todo, uno come, duerme y las tiene contentas”. Ese
lugar maravilloso donde el clima es ideal, las mujeres ideales, la comida
ideal, el trabajo ideal (en su beatífica inexistencia). Qué importa quedarse un
año allí, qué importa estudios, sueldos, familia, etc. Desde un escaparate una
enorme langosta de mar nos guiña un ojo, y desde las cuatro lechugas que le
sirven de lecho nos dice con todo su cuerpo: “Soy de la Isla de Pascua; allí
donde está el clima ideal, las mujeres ideales...”
En la puerta de La Gioconda
esperábamos pacientemente al compatriota que no daba señales de vida, cuando el
dueño se comidió a hacernos entrar para que nos diera el sol y acto seguido nos
convidó con uno de sus magníficos almuerzos a base de pescado frito y sopa de
agua. De nuestro coterráneo no tuvimos más noticias en toda nuestra estadía en
Valparaíso, pero nos hicimos íntimos del dueño del boliche. Este era un tipo
extraño, indolente y lleno de una caridad enorme para cuanto bicho viviente
fuera de lo normal se acercara hasta su puerta, cobraba sin embargo, a precio
de oro, a los clientes normales, las cuatro porquerías que despachaba en su
negocio. En los días que nos quedamos allí no pagamos un centavo y nos llenó de
atenciones; hoy por ti, mañana por mí... era su dicho preferido, lo que no
indicaría gran originalidad pero era muy efectivo.
Tratábamos de establecer contacto
directo con los médicos de Petrohué pero estos, vueltos a sus quehaceres y sin
tiempo para perder, nunca se avenían a una entrevista formal, sin embargo ya
los habíamos localizado más o menos bien y esa tarde nos dividimos, mientras
Alberto les seguía los pasos yo me fui a ver una vieja asmática que era dienta
de La Gioconda. La pobre daba lástima, se respiraba en su pieza ese olor acre
de sudor concentrado y patas sucias, mezclado al polvo de unos sillones, única
paquetería de la casa. Sumaba a su estado asmático una regular descompensación
cardiaca. En estos casos es cuando el médico consciente de su total
inferioridad frente al medio, desea un cambio de cosas, algo que suprima la
injusticia que supone el que la pobre vieja hubiera estado sirviendo hasta
hacía un mes para ganarse el sustento, hipando y penando, pero manteniendo
frente a la vida una actitud erecta. Es que la adaptación al medio hace que en
las familias pobres el miembro de ellas incapacitado para ganarse el sustento
se vea rodeado de una atmósfera de acritud apenas disimulada; en ese momento se
deja de ser padre, madre o hermano para convertirse en un factor negativo en la
lucha por la vida y como tal, objeto del rencor de la comunidad sana que le
echa su enfermedad como si fuera un insulto personal a los que deben
mantenerlo. Allí, en estos últimos momentos de gente cuyo horizonte más lejano
fue siempre el día de mañana, es donde se capta la profunda tragedia que
encierra la vida del proletariado de todo el mundo; hay en esos ojos moribundos
un sumiso pedido de disculpas y también, muchas veces, un desesperado pedido de
consuelo que se pierde en el vacío, como se perderá pronto su cuerpo en la
magnitud del misterio que nos rodea. Hasta cuándo seguirá este orden de cosas
basado en un absurdo sentido de casta es algo que no está en mi contestar pero
es hora de que los gobernantes dediquen menos tiempo a la propaganda de sus
bondades como régimen y más dinero, muchísimo más dinero, a solventar obras de
utilidad social. Mucho no puedo hacer por la enferma: simplemente le doy un
régimen aproximado de comidas y le receto un diurético y unos polvos
antiasmáticos. Me quedan unas pastillas de dramamina y se las regalo. Cuando
salgo, me siguen las palabras zalameras de la vieja y las miradas indiferentes
de los familiares.
Alberto ya cazó al médico: al día
siguiente a las 9 de la mañana hay que estar en el hospital. En el cuartucho
que sirve de cocina, comedor, lavadero, comedero y miadero de perros y gatos,
hay una reunión heterogénea. El dueño, con su filosofía sin sutileza, Doña
Carolina, vieja sorda y servicial que dejó nuestra pava parecida a una pava, un
mapuche borracho y débil mental, de apariencia patibularia, dos comensales más
o menos normales y la flor de la reunión: Doña Rosita, una vieja loca. La
conversación gira en torno a un hecho macabro que Rosita ha sido testigo:
porque parece que ha sido la única que observó el momento en que a su pobre
vecina un hombre con gran cuchillo la descueró íntegramente.
— Y, ¿gritaba su vecina, Doña Rosita?
— Imagínese. Como para no gritar, ¡la
pelaba viva! Y eso no es todo, después la llevó hasta el mar y la tiró a la
orilla para que se la llevara el agua. ¡Ay, sí, oír gritar a esa mujer partía
el alma señor, si usted viera!
— ¿Por qué no avisó a la policía,
Rosita?
— ¿Para qué? ¿Se acuerda cuando la
pelaron a su prima?, bueno, fui a hacer la denuncia y me dijeron que estaba
loca, que me dejara de cosas raras porque si no me iban a encerrar, fíjese. No,
yo no aviso más a la gente esa. Después de un rato la conversación gira sobre
el enviado de Dios, un prójimo que usa los poderes que le ha dado el Señor para
curar la sordera, la mudez, la parálisis, etc., luego pasa el platillo. Parece
que el negocio no es más malo que otros del montón. La publicidad de los
pasquines es extraordinaria y la credulidad de la gente también, pero eso sí,
de las cosas que veía Doña Rosita se reían con toda la tranquilidad del mundo.
El recibimiento de los médicos no
fue de los exageradamente amable, pero logramos nuestro objetivo pues nos
dieron una recomendación para Molinas Luco, el intendente de Valparaíso y tras
de despedirnos con todas las ceremonias posibles, nos dirigimos a la intendencia.
Nuestro aspecto comatoso, impresionó desfavorablemente a la ordenanza que nos
introdujo, pero había recibido órdenes de dejarnos pasar. El secretario nos
mostró la copia de una carta que habían mandado en contestación a la nuestra en
donde nos explicaban lo imposible de la empresa ya que había salido el único
barco que hacía el recorrido y hasta dentro de un año no había otro. Enseguida
pasamos al suntuoso salón del Dr. Molinas Luco quien nos recibió muy
amablemente. Daba sin embargo, la impresión de que tomara la escena como dentro
de una pieza teatral y cuidaba mucho la dicción de su recitado. Solamente se
entusiasmó cuando habló de la Isla de Pascuas, la que él había arrebatado a los
ingleses probando que pertenecía a Chile. Nos recomendó que estuviéramos al
tanto de lo que pasaba, que el año siguiente nos llevaría. -Aunque ya no esté
aquí, siempre soy el presidente de la sociedad de amigos de la Isla de
Pascuas”—, nos dijo, como una tácita confesión de la derrota electoral de
González Videla. Al salir nos indicó el ordenanza que lleváramos el perro, y
ante nuestra extrañeza nos mostró un cachorrito que había hecho su necesidad
sobre la alfombra del vestíbulo y mordisqueaba la pata de una silla.
Probablemente el perro nos siguió, atraído por nuestro aspecto de vagabundos y
los porteros lo consideraron una indumentaria más de nuestro estrafalario
atavío. Lo cierto es que el pobre animal, al quedar desligado de los lazos que
nos unía recibió un buen par de patadas y lo sacaron aullando. Siempre era un
consuelo el saber que había seres cuyo bienestar dependiera de nuestra tutela.
Ahora empeñados en eludir el
desierto del norte de Chile viajando por mar, nos dirigimos a todas las
compañías navieras solicitando pasaje de garrón para los puertos del norte.
En una de ellas, el capitán nos prometió llevarnos si conseguíamos permiso de
la gobernación marítima para pagarnos el pasaje trabajando. Por supuesto, la
respuesta fue negativa y estábamos como al principio. En ese momento Alberto
tuvo una decisión heroica que me comunicó enseguida: subirnos al barco de
prepo y escondernos en la bodega.
Pero había que esperar la noche
para hacerlo mejor, convencer al marinero de planchada y esperar los
acontecimientos. Recogimos nuestros bultos evidentemente demasiado para la
empresa, y tras de despedirnos con grandes muestras de pesar de toda las
muchachada, cruzamos el portón que guarda el puerto y nos metimos quemando
naves, en la aventura del viaje marítimo.
* Extracto de "Notas de Viaje"
* Extracto de "Notas de Viaje"