lunes, 19 de octubre de 2009

"Cuento" - Horacio Pettinicchi



El ensordecedor chillido de los monos y el canto de las aves reciben la salida del sol. En lo alto, la vida estalla en los grandes árboles. Debajo, la densa bruma, húmeda y fría, cubre la impenetrable vegetación.

Un hato de espectros empuja sus almas por la escabrosa senda. Remedo de hombres que van dejando jirones de carne en las espinas del monte.

Sombras tras otra sombra, sombras que se arrastran tras esa otra sombra de jadeante respiración. Espectros tras el espectro impenitente de un hombre que camina en pos de su propia cruz.

Camina el Comandante azuzando con afilada lengua a los despojos que lo siguen; arrastra sus pies, sus pobres pies llagados, malamente envueltos en un trozo de cuero crudo. Camina el Comandante y con él caminan las ánimas de campesinos con el asombro atornillado en los rostros ante la incompresible muerte, con él caminan los fantasmas de sus camaradas ejecutados en aras de la revolución, y el silencioso, el callado reproche de Masetti, que aún le duele.

El miedo, el eterno miedo al fracaso camina con él. Carga en su mochila el peso de tanta muerte inútil, en su alma pesa el amargo sabor de la soledad. Solo y abandonado, rodeado de sombras, camina en busca de su demorada muerte. Cada jadeo lo acerca a su derrota final, cada paso lo lleva a su mayor victoria.

Pertinaz iconoclasta, el mismo se convertirá en eterno icono. Hacedor de caminos, va dejando tras de sí amigos, mujeres, hijos, las obscenas maldiciones de los fusilados, y los olores, los entrañable olores de su América bolivariana, el aroma de la menta, el cebiche, del mate de su patria chica y la persistente colonia que usaba su madre.

Tiene sed el Comandante, sed de agua y de la otra, esa otra sed que ya nunca podrá calmar. Y las voces, voces que lo aturden, eternas voces que no lo abandonan, gritos de súplica, de dolor, lamentos que lo despiertan bañado en sudor, y la risa, la mordaz risa de los dioses que hoy se toman venganza.

Respira mal el Comandante, lo ahoga el esfuerzo de la marcha, lo ahoga la inutilidad del esfuerzo. Él se sabe muerto y no le duele, «para el vencido el paredón», como tantas veces le gustaba decir. Le duele la incomprensión de ese pueblo sometido, la ignorancia de los hombres, pero más que nada le duele la traición, las infinitas traiciones del sacrosanto Partido y el mezquino interés de viejos camaradas.

Míseras sombras siguiendo a otra sombra, espectros que avanzan en la selva en busca del esperado final, y tras de ellas, acosándolos, cercándoles, incansables pretorianos de verde uniforme.

Callado, velando su propia muerte camina el Comandante. Se sabe lejos de todo, lejos del desavenido joven de pronta contestación, lejos del adolescente en eterna controversia, con los demás y consigo mismo. Lejos del que ganaba apuestas parando el calzoncillo, lejos de la crisálida de samaritano que parió un combatiente. Lejos, perdido en el polvo de los caminos quedo todo.

El Comandante está ausente, ausente de todo, extranjero hasta de sí mismo, camina en busca del último exilio.

Cansado, hastiado ya de huir, da la orden de alto.

Manada de lobos tras el león herido, la jauría verde los rodea, estallan disparos, insultos, agónicos gritos cubren el lugar. Su arma, por instinto, sigue disparando hasta que herida, a igual que su cuerpo, calla.

Se apoya contra un árbol y se deja estar.

La tierra, esa madre tierra que no fuera comprendida por él, observa indiferente su derrota.

Luego, en el debido marco de una escuelita perdida, da su definitiva asignatura que lo convertirá en leyenda.

Arrumbado en el suelo, con la espalda apoyada en una pared cansada, jadea. Le falta el aire, siente muertas sus manos atadas a la espalda; las hilachitas de su descolorido uniforme dejan ver las heridas recibidas. Inclina su cabeza y sus ojos, mansos ahora, acarician con amor a sus compañeros muertos desmoronados a sus pies.

En la penumbra del aula ve acercarse el cobrizo rostro del «Ranger», el rostro velado por la gangrena del miedo, sonríe el Comandante, lo ve titubear, vacilar con el arma en la mano, y le grita...

¡Ahora van a ver como muere un hombre, qué carajo...!

La ráfaga de disparos acaba con el hombre; el humo de la pólvora, al elevarse, acompaña el nacimiento del mito.

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En las largas y heladas noches de la altiplanicie andina, mientras mastican sus acullicos de coca alrededor de algún fueguito, los campesinos suelen escuchar la historia del hombre alto, de bruna barba, que viste impecable uniforme verde y luce en su negra boina, una estrella de oro puro que brilla como fanal, jinetedicen en briosa mula de negro pelaje. Les arde la sangre a los campesinos cuando oyen del Comandante a el que acuden las victimas de abusos y tropelías. Renace en ellos la llama libertaria al saber del ejército de campesinos y mineros que siguen la estrella de oro que brilla como un fanal. La misma historia con pequeños cambios, es narrada en los socavones mineros, los salitrales chilenos, los arrozales orientales, y en los montes argentinos. Lo cierto es que la mítica estrella del comandante sigue encendida, tan encendida como el sueño eterno de la revolución.

fuente: http://www.margencero.com/che_inegra/che_negra2.htm

"Cabezas contra el asfalto" - Samanta Schweblin

Si golpeás mucho la cabeza de alguien contra el asfalto -aunque sea para hacerlo entrar en razón-, es probable que termines lastimándolo...

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