Pedro Lloros tenía la tripa triste. Pedro Lloros comía poco,
y no siempre. En el verano se alimentaba de peces y cangrejos de río, de
tomates y patatas robadas, de pan mendigado, de agua de las fuentes públicas y
de sueño. En el invierno de rebañar en las casas limosneras los pucheros, de
algún traguillo de vino y también de sueño, que es el mejor manjar de un
pobretón. Por la primavera y el otoño, sus pasos se perdían. Pescador era
bueno; ladrón, algo torpe; vago, muy vago. Odiaba a los gimnastas. Todos los vagos del mundo odian a los gimnastas, que
malgastan sus fuerzas sin saber por qué. En cambio, los amigos de Pedro Lloros
se tumbaban al sol a dormitar o a rascarse, y cuando llegaba el frío se hacían
encarcelar. Pedro nunca había pasado el invierno en la cárcel por miedo. Una
vez le pillaron distrayendo fruta en el mercado y las vendedoras de los puestos
de abastos, al verle tan triste y hambriento, le perdonaron.
Pedro Lloros poseía un corazón chiquito y veloz. Se asustaba
de todo y se apellidaba perfectamente. Era calvo, retorcido, afilado de cara, y
llevaba la bola del mundo, en vez de en los hombros, en la barriga. Su madre lo
parió sietemesino y zurdo, y su padre no pudo hacer carrera de él porque, a
decir verdad, no se empeñó mucho, y Pedro, desde muy chico, quiso no servir
para nada. Pedro perdió a sus padres en una epidemia de gripe; después estuvo
llorando y quejándose mucho tiempo, hasta que se hizo amigo de don Anselmo, un
mendigo de sombrero agujereado y bastón con puño de metal. Don Anselmo le
presentó a sus conocidos. La presentación en sociedad de Pedro fue muy alegre:
todos se emborracharon y luego discutieron; por fin, se pegaron. Pedro no se
atrevió a abrir la boca por temor de que le saltasen los dientecillos,
ratoneros y cariados, de una bofetada. Luego, todos le quisieron.
Bienaventurados.
Bienaventurados los vagos, porque sólo son egoístas de
sombra o de sol, según el tiempo.
Bienaventurados porque son despreciados y les importa un
comino.
Bienaventurados porque son como niños y les gusta jugar a
cazadores para alimentarse y no para divertirse.
Bienaventurados porque tienen el alma sensible y se duelen
de las desgracias del prójimo: de que el prójimo trabaje demasiado, de que el
prójimo luche por una posición en la vida, de que el prójimo sea tonto.
Bienaventurados los vagos porque son temerosos de la ley,
aunque nada tienen que perder.
Bienaventurados porque son como minerales con alma y porque
les gusta divertirse honestamente y porque lloran cuando se les hace daño y
porque hablan de tú a las estrellas y porque dicen «el padre sol» y «la madre
luna» y «la noche está serena» o «el día está amurriado», o «la trucha se pesca
en los pocillos frescos y el cangrejo mejor es el de agosto», y saben refranes
antiguos y a los vientos les cambian los nombres. Bienaventurados los vagos.
Pedro Lloros estaba pasando el invierno a trancas y
barrancas. Dormía bajo los puentes, con el alma en vilo de que se lo llevase
una crecida. Le quedaban dos amigos, los otros estaban invernando en los
calabozos. Andaba Pedro algo atosigado con los bronquios, que le silbaban como
locomotoras. Iba vestido a la antigua usanza de los vagos: así, botas distintas
y picañadas, pantalón con ventanas en el lipurdi y balcones en las rodillas
roñadas, elástico camuflado con cuadritos de diversos colores, bufanda de
marino (asilo de bichejos), abrigo holgado, desflecado, tieso de coipe y de
hechura militar. Se cubría con una manta de caballo y apoyaba la cabeza en un
fardel con corruscos, camisas de verano, folletín de entretenimientos y lata
para recibir sobrantes. Sus dos amigos también iban de uniforme. Los tres
cubrían sus cabezas moras con boinas de colador.
Pedro Lloros se trataba de usted con Lino y Andrajos. Lino
era bueno, santurrón, rezador extraño. Andrajos se llamaba así y tenía algo
picadillo el genio, fue oficiante de soplón, aunque lo dejó por no parecerle
honrado el oficio; sabía leer y escribir y era el que leía el folletín
propiedad de Pedro cuando estaban absolutamente aburridos. El folletín tuvo
algo de culpa en lo que pasó.
Y pasó que, como eran ingenuos y se lo creían todo, porque
nada les costaba creérselo, pues empezaron a darle vueltas a un asunto que les
había sugerido, en parte, el absurdo folletín. Hasta entonces robaron, sí, para
comer, lo que siempre tiene disculpa, mas no se les ocurrió jamás robar para
divertirse o para mejorar de existencia, porque se divertían a ratos perdidos y
no pensaron nunca en variar de vida. Celebraron los tres una larga
conferencia.
Lino dijo:
- Hay que cambiar de vida. Hay que dormir bajo techo, que
esto de estar siempre para luego morirse, aguantando las cuchilladas del viento
y el frío, es una vaina. Hay que procurarse posibles.
Pedro Lloros asentía con la cabeza, que era tal la de un
eremita del desierto, hambriento y enloquecido, en cuanto se quitaba la boina.
Arreglaba, entretanto que Lino discurseaba, unos calcetines con tres islotes de
lana, porque todo lo demás era océano de nada. Andrajos, pensativo, dibujaba en
la tierra húmeda, con un palito aguzado, hombres obesos y mujeres opulentas.
Lino se empeñaba en cambiar de vida.
- Sí, Andrajos. Tú, que tienes más cultura, lo puedes
comprender mejor. La vida hay que gozarla, porque luego se te para el reloj y
te entierran, con buena suerte, porque si caes por el hospital se dedican a
hacerte pizcas y a estudiarte.
Andrajos se sorbió los mocos y ladeó la cabeza, como un
artista consumado, contemplando sus monstruosos dibujos.
- Puede ser, Lino.
- Sí, Andrajos, tenemos que decidirnos, porque todavía no se
ha pasado el invierno y un día nos encuentran a los tres tiesos. Hay que
buscarse un resguardo y para encontrarlo hay que buscar dinero, mucho dinero;
lo menos cuestan las camas a dos pesetas y somos tres, y hasta que llegue la
primavera faltan muchas semanas.
Andrajos levantó la cabeza, siguió el vuelo de un gorrión,
bajó la mano a la entrepierna.
- Sí, Lino. Hay que buscar algo.
Pedro Lloros seguía fabricando islotes y haciendo retirarse
el océano hasta la planta del calcetín.
Ya era mediodía. Hacía frío debajo del puente y salieron a
enfriarse un poco menos a la orilla del río. El río traía ruido ahogado y
remolinos juguetones; venía turbio. Los árboles cercanos parecían hundirse
hasta el ombligo, a media distancia de la copa, en el agua. Una urraca se paró
en las ramas de un olmo, parecidas a los brazos de algunos mendigos que piden a
la salida de las ermitas en las romerías del verano. Un animal, como un perro,
en el cercano meandro, salió corriendo cuando les vio aparecer. Lino se había
fijado en él.
- ¡Anda, una nutria!
Andrajos contestó:
- Sí, Lino. Si la cazáramos...
- Si la cazáramos - soñó Lino - sería el principio de algo,
¿no te parece? Cuesta mucho una piel de ésas. Habría que no estropearla.
Cazarla cuando pesca. Con mucho cuidado...
Pedro Lloros miraba a la revuelta del río por donde
desapareció el animal. Intervino por fin:
- Sería una lotería, ¿no les parece? Además, la carne la
podríamos aprovechar, ¿verdad?
- No creo que usted fuera capaz de comérsela - le atajó Lino
-. Sabe a pescado podrido.
Pedro Lloros se arrojaba a la acción, importándole poco el
sabor.
- Yo una vez comí pescado de unos días y no me pasó nada.
¿Ustedes creen que podría ocurrimos algo?
Andrajos entornaba los ojos mirando el agua. Arrojó un
palito, después otro y otro. El río se los llevaba dando vueltas o los orillaba
en seguida.
- Puede que no.
Lino se levantó del suelo y se desperezó. Por la carretera
se acercaba, tardo, un carro de bueyes cargado de remolachas. Delante caminaba
con la aguijada sobre el hombro un hombre musculoso que los contemplaba
fijamente. Encima del carro, sobre unos sacos vacíos para no mancharse, iba un
mozalbete. Las voces les llegaron a los tres vagos, claras y conmiserativas.
- ¿Quiénes son ésos, padre?
- Gitanos, chico. Échales cuatro o cinco remolachas y un
pedazo de pan.
Al pasar, casi por encima, el mozuelo les tiró las
remolachas y el pan.
- Ahí va.
Ellos ni se movieron. Se quedaron mirándoles mientras la
carreta avanzaba hacia la ciudad. Las voces les despertaron a su conversación.
El rapaz le decía a su padre:
- No han dicho nada.
El aldeano se volvió con la vara a aguijar a los bueyes.
- Ni falta que hace, chico.
Lino se escurrió hasta el río. Un pez sin cabeza bajaba
flotando sangrante. No lo pudo coger y se perdió por uno de los ojos del
puente, todavía coleando. Volvióse a los amigos.
- Es de la nutria. Lo acaba de coger. Vamos a ver por
dónde anda. Usted, Lloros, se queda guardando la casa. Date prisa,
Andrajos.
Cogieron unas garrotas que usaban para defenderse de los
perros y caminaron, saltando por los surcos del arado de la parcela limítrofe,
para dar un rodeo y acercarse sin ser vistos donde sospechaban que estaba el
animal. Pedro Lloros se sentó.
Sentado, meditativo, mientras los cazadores buscaban la
ventura, hacía surgir el calcetín de la nada. Lo recreaba con lanas de
distintos colores. Levantó la cabeza, se fijó en las remolachas y en el pan que
le habían echado. Con las remolachas hizo un montón, el pan lo limpió del
barrillo que se le había pegado, le quitó un trocito, para probarlo, y lo dejó
sobre una piedra seca. Siguió en su labor.
Cuando más entretenido estaba Lloros repasando sus calcetines
le llegó una voz autoritaria, gruesa, desde la carretera. La voz le produjo un
escalofrío.
- Lloros, hay que ahuecar el ala antes de la noche. Son
órdenes del sargento. No creo que tenga necesidad de repetírtelo esta tarde. De
modo que a cambiar de paisaje o a dormir al raso y calientes si no lo hacéis.
Díselo a los otros dos, y ojo, mucho ojo.
Pedro alzó la cabeza y vio apoyados en el pretil a dos
guardias: el cabo Domingo Martín y el número Jenaro Huertas. El cabo Martín
sonrió luego:
- El otro día vi a don Anselmo. Está pasando treinta días.
Ha engordado y se le nota que el rancho lo ha hecho otro. Me dijo que si os
veía que hiciera el favor de saludaros. Que os cuidéis, que tengáis espíritu,
que aunque ahora están las cosas muy difíciles ya cambiará todo con la
primavera. Que recéis y no seáis ateos, que eso se paga luego. El pájaro se ha
hecho muy amigo del capellán.
Luego cambió la voz.
- Bueno. Lo dicho y no olvidarse. No me vengáis con
triquiñuelas porque os calentaré las costillas. Adiós, Lloros.
- Adiós, don Domingo. Adiós, señor Huertas.
Los guardias hincharon los pechos y caminaron. El pretil fue
cubriendo su marcha. Lloros se agachó a coger una piedra y la lanzó
pastorilmente al río. La piedra hizo cloc y saltó una columnita de agua.
Parecía que se le había escapado una rana de las manos. Luego se quedó
meditando al compás de las ondas que se extendían leves hasta la orilla. Así le
sorprendieron sus amigos:
- Nada, Lloros - dijo Lino -. Se ha escapado la muy zorra.
Pero la hemos visto, ¿verdad, Andrajos?
- Sí, Lino.
- Le prepararemos una trampa - continuó Lino -, y dentro de
tres días será nuestra, porque por donde se ensucia ya sabemos donde viene a
pescar.
Pedro seguía ensimismado. Se volvió, al fin, hacia ellos.
- Oiga, Lino, han estado los guardias. Hay que ahuecar antes de la noche, ha dicho el cabo. Si no, palos. Para nosotros no hay trena. Han dicho que tenemos que cambiar de paisaje, que éste no nos va. Y recuerdos de don Anselmo.
- Oiga, Lino, han estado los guardias. Hay que ahuecar antes de la noche, ha dicho el cabo. Si no, palos. Para nosotros no hay trena. Han dicho que tenemos que cambiar de paisaje, que éste no nos va. Y recuerdos de don Anselmo.
Se hizo entre los tres un silencio. Lino se quejó de la mala
suerte:
- Ahora que podíamos hacernos con unos duros.
Andrajos se sentó en el suelo y se puso a dibujar con su
eterno palito hombres gordos y mujeres de pechos vacunos. Pedro esperaba que
Lino aclarase el compromiso.
- Pues habrá que marcharse - dijo Lino -. Lo mejor es estar
a buenas con esa gente, ¿no te parece, Andrajos?
- Sí, Lino.
- ¿Y a usted, Pedro?
- Lo que usted diga, Lino. Yo de estas cosas sé poco.
Además, mi opinión no vale mucho. Pero se me ha ocurrido una cosa.
Lino se apoyaba en la garrota perrera descorazonado, con un
gesto raro en la cara que le profundizaba los surcos de las mejillas.
- Diga, diga, Pedro.
Pedro Lloros titubeó antes de empezar, se puso de pie, se
sonó primitivamente ayudándose del dedo pulgar.
- Antes decían ustedes que había que cambiar de vida. Yo no
sé cómo, pero se me ha ocurrido que cogiendo algunos de esos hierros que no
sirven para nada - hizo una pausa -. ¿No se acuerda usted, Lino, de los hierros
que están amontonados a la orilla de las puertas?
Lino asintió.
- Pues podíamos coger, digo yo, algunos hierros y vendarlos
por chatarra. Yo creo que a nadie le importaría eso. Además, hay muchos, ¿no
les parece?
Lino se echó para atrás la boina y se rascó la frente.
- Pudiera ser, pudiera ser. ¿Qué opinas de esto, Andrajos?
- Que está bien, Lino.
- Pues no se nos había ocurrido antes. Y ¿de dónde le ha
venido a usted la idea, Lloros?
- Ha sido el libro que tengo en el saco. Eso de robar a los
ricos para dar a los pobres no está mal. Además nosotros no robamos a nadie.
Cogemos lo que está tirado y nada más.
- Claro, claro - se consultaba consigo Lino -. Lo que ocurre
es que a otros no les puede parecer así.
Lloros se entristeció.
- ¿Es que no le parece a usted bien?
- Sí, hombre, pero tiene sus dificultades. Vamos a verlo.
Los tres vagos se sentaron en cabildo y Lino comenzó a
hablar en voz baja trazando el plan del robo. Luego, sonrientes, se levantaron,
cogieron sus cosas de debajo del puente y subieron a la carretera. La pareja de
guardias regresaba. Esperaron que se acercaran. Lino se adelantó.
- Buenas tardes, don Domingo. Buenas tardes, señor Huertas.
Como ven ustedes, ya nos vamos.
- Así me gusta - dijo el cabo, y después sonrió -. A ver si
no se os ve el pelo en una temporada, hasta que se pase esta racha. Adiós, bribones.
Los tres vagos se quitaron las boinas.
- Adiós, don Domingo. Adiós, señor Huertas.
A los guardias les apretaba el cinturón. Caminaron solemnes
por la carretera. Pedro Lloros y sus amigos se perdieron en dirección
contraria. La tarde se maduraba de reflejos en los tricornios. Las boinas de
los tres vagos parecían nidos abandonados de pájaros de invierno.
El chatarrero no quiso comprarles los restos de faroles
viejos que le llevaron. El chatarrero temía a la justicia. Ya le había ocurrido
otra vez - decía él -, que por adquirir género ilegítimo se las tuvo que ver
con los civiles...
Los tres vagos, desconsolados, caminaron rodeando la ciudad
hasta perderse por los campos de occidente. Iban encorvados bajo el peso de los
sacos, llenos de hierros herrumbrosos. Ya era de noche.
Los tres vagos se adentraron en un bosquecillo bajo, húmedo,
medieval, e hicieron un campamento. Encendieron una hoguera y comenzaron a
meditar. Lino se despertó el primero, de la angustia.
- Ya está. Esto no lo podemos devolver, nos cogerían. Hay
que enterrarlo para borrar las huellas.
A Pedro se le despertó el niño que llevaba dentro: niño
manso y soñador.
- Sí. Hay que enterrarlo como si fuera un tesoro. Esto es
mucho mejor que devolverlo, porque igual nos verían y entonces sí que no nos
escapábamos de una buena.
Lino se puso serio.
- ¿A ti qué te parece, Andrajos?
- A mí bien.
- Pues manos a la obra. La tierra está blanda y no es
necesario mucha profundidad.
Comenzaron a trabajar cercanos a la hoguera. Las llamas les
derretían las sombras. Pedro Lloros estaba contento. Una lechuza silbaba
calumnias. Había algo entre ridículo y espantable en aquellos seres enterrando
hierros enroñecidos.
Los guardias Domingo Martín y Jenaro Huertas se guiaron por
la lumbre de la hoguera. Pedro Lloros y sus amigos no les sintieron llegar.
Estaban armando un catapé al volver los sacos sobre el hoyo. La linterna del
cabo Martín los paralizó en su trabajo.
- Hola, buenos mozos. Conque jugando a ladrones, ¿eh?
Se volvieron los tres lentamente sin saber qué decir. El
guardia se reía.
- Buena me la habéis jugado. Y ahora, ¿qué tengo que hacer
yo sino calentaros el cuero? Y luego decís que somos así y asá. Venga, cargar
los sacos de nuevo y andando.
Lino se levantó:
- Mire usted, don Domingo, es que el hambre es muy mala
consejera.
Se mofaba el cabo:
- Ya, ya.
- Es que hace demasiado frío en el campo.
- ¿Y por eso hacéis que los que os conocemos tengamos que
andar de noche? Venga, menos historias y arreando.
Pedro Lloros estaba a punto de morir de miedo.
- Señor guardia, ¿qué nos va a pasar?
Casi se le saltaban las lágrimas y le temblaba todo el
cuerpo.
- ¿Qué os va a pasar? Pues nada, que habrá zurra en gordo -
se deleitaba el cabo haciéndoles sufrir.
Pedro no se sobreponía.
- Don Domingo, yo no lo podré resistir. Estoy enfermo.
- Pues haberlo pensado antes. El que la hace la paga.
Se hizo un grave silencio, agujereado por el silbido de la
lechuza.
Los tres vagos, con los sacos al hombro, comenzaron a
caminar seguidos de la pareja. El cabo sonreía:
- Ahora sí que vais a cambiar de paisaje. Y no me hagáis
ninguna tontería porque al primero que corra lo tumbo.
Caminaban de prisa. Silencio otra vez. Los silbidos de la
lechuza ya no se oían. Las luces de la ciudad cabrilleaban cercanas. El cabo se
enterneció.
- Bueno, muchachos, no apurarse, que jugáis con ventaja.
Ahora a dormir caliente y a comer durante quince días. Después, Dios dirá. Y no
me lo agradezcáis a mí, agradecérselo al chatarrero que fue el que nos vino con
el cuento.
Lino respiró profundamente. Andrajos escupió largo. Pedro
Lloros se enjugó una lágrima. Los tres dijeron al unísono:
- ¿De verdad?
Y el guardia, dándole un puntapié a Pedro, les contestó:
- Sí, muchachos, que le salís más caros al Estado que los
ladrones de verdad. Allí podréis ver a don Anselmo y a los otros.